Su voz es suave, como la brisa del mar en primavera. Su mirada honesta, amable y sencilla, como el otoño en su despertar. Cristina Castaño todavía conserva en su alma los recuerdos que le devuelven a su infancia feliz en la ciudad milenaria de Salas de los Infantes y en la preciosa localidad de Hacinas en Burgos. Me cita en la casa de sus padres, un rincón maravilloso asomado a la nostalgia en la calle Palacio de la ciudad del Arlanza. Enciendo la grabadora sabiendo que voy a disfrutar de una maravillosa e interesante conversación. El primer billete en vuelo de primera nos lleva hasta su infancia. Sus añorados abuelos Felisa y Bernardo tuvieron varios hijos que terminarían por ser reconocidos y respetados panaderos.
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Manolo Huerta que abrió su establecimiento en el barrio de Santa María en Salas. Víctor Huerta que decidió poner su local en el barrio de Costana de la ciudad de los siete infantes. Y por último Antonia, que abrió su empresa en la preciosa e histórica localidad de Hacinas. “Conocía el oficio desde muy pequeñita. Como te puedes imaginar, la panadería ha formado parte de mi vida desde que nací. Antes de hacerme cargo del negocio, ayudé durante varios años a mi tío Antonio. Despachaba pan en Hacinas y en las preciosas y cercanas localidades de Cabezón de la Sierra, Villanueva y Carazo. Siendo honesta, he de decir que sentí cierto vértigo a la hora de gestionar el negocio. Fue en el mes de enero de 2018”.
"Me pregunté: ¿Y por qué no? Lo voy a intentar me dije. Coincidió además que Belén, que llevaba el pan a Pinilla, había decidido dejarlo. Esos pueblos se quedaban sin servicio y decidí probar y cogí los pueblos de Pinilla, la Gallega y Mamolar, matiza Cristina”. Si nos asomamos a la historia, nos daremos cuenta de que el pan ha sido un alimento esencial para el hombre. Existen además documentos de diferentes épocas que atestiguan su uso a través de la literatura, la pintura o incluso gracias a las expresiones coloquiales. Se cuenta que el descubrimiento del pan subido (con masa fermentada) se debe a que un panadero egipcio habría dejado varias horas una pulpa de cereales al aire y la mezcla, contaminada por una levadura salvaje o por bacterias, habría ido fermentando y aumentando por efecto de la multiplicación de los microorganismos en la harina. Se cree incluso que fueron ellos los que inventaron el horno con espacio para la combustión y otro para la cocción. Sea como fuere, estamos ante un oficio milenario que ha pasado de generación en generación familiar. Un oficio único donde la destreza a la hora de combinar ingredientes como la harina, el agua, la sal y la levadura es vital para hacer el mejor de los productos. “Hay que calcular muy bien la cantidad de agua y de sal. La masa madre la dejas hecha del día anterior. También es importante el tacto para comprobar si la masa está blanda o por el contrario ha alcanzado su punto óptimo. Siempre hay un tiempo de amasado”.
“Nosotros aquí hacemos de todo. Hogazas y panetes sabrosos y crujientes, tortas de aceite de sabor único, barras grandes y pequeñas, los tradicionales roscos de moscatel (siguiendo la receta de la abuela Antonia), los característicos roscos de anís, las valoradas tortas de mantecas y magdalenas. También hemos apostado por cocinar empandas caseras. Me las suelen pedir un día antes y tienen mucho éxito la verdad. Las hacemos de chorizo, atún, morcilla con pimientos rojos y queso de cabra. A nuestros clientes les encantan”, explica Cristina.
El oficio es exigente. Requiere de mucho trabajo, esfuerzo, constancia y dedicación. Los madrugones forman parte del día a día. Los inviernos y la nieve dificultan mucho el reparto. Aun así, Cristina reconoce que este verano ha sido excepcional. Las ventas han aumentado considerablemente y los pueblos, en general, han estado llenos de todos aquellos vecinos que tuvieron que emigrar. “Mi hija Zulema ha sido un gran apoyo. Ella ha estado atendiendo el despacho en Hacinas mientras yo llevaba género a los pueblos. Es complicado saber cuánta gente hay en cada casa de cada localidad y mucho menos en verano. Por eso, muchas veces tenemos que ir sobre la marcha. Lo que si es muy bonito y entrañable para mí es el contacto directo con los vecinos. A veces tan cercano que terminan por ser casi de mi familia. Muchos me suelen pedir favores relacionados con portes de otros productos, sobre todo de medicinas. Y yo les ayudo encantada. Y a cambio recibo miel, verduras de sus huertas, jabón casero y sobre todo mucho cariño y amor”, explica Castaño.
Hacinas, uno de los pueblos más bonitos de la vieja Castilla, se presenta ante el visitante como un lugar de visita obligada. Tiene un atractivo museo dedicado al árbol fósil y una maravillosa iglesia de San Pedro de estilo románico y estilo medieval. Conserva además gran parte de la arquitectura tradicional. "Es un pueblo maravilloso de gente humilde, cercana y amable. Un pueblo orgulloso de su historia y de sus tradiciones y que valora mucho a las empresas locales. Yo soy muy feliz aquí. Tengo clientes de toda la vida. Además, cuida mucho de la cultura en todos los sentidos Si hay una exposición o un acto cultural todos los vecinos se desplazan en masa. Por no mencionar el gran trabajo que están haciendo con la histórica revista de Amigos de Hacinas.
La verdad es que aman con locura a su pueblo y eso es de admirar” matiza Cristina. Admite además que su lugar en el mundo para descansar y desconectar es Tolbaños de Arriba, el pueblo de su marido. Allí tienen caballos y varios perros que se suman a una zona virgen de enorme belleza paisajística, cultural, etnográfica e histórica. Adora leer y hacerlo en papel para sentir las hojas en las yemas de los dedos. El libro de su vida es “Cien Años de Soledad” de García Márquez. La artesanía y las manualidades también forman parte de su vida. Sobre todo cuando el tiempo abunda durante los inviernos. Cristina Castaño Rojo vive con intensidad el presente, el día a día sin preguntar por el pasado o querer averiguar el futuro. Y a la vida sólo le pide que nada cambie para poder simplemente seguir así.