La herencia
Allí estaba yo, preguntándome qué otras increíbles sorpresas me tendría preparado mi caprichoso destino.
Era lunes por la mañana aquel día que llamaron al timbre temprano y todavía medio dormida, salí a abrir. El cartero me traía un certificado de un notario. Reconozco que me asusté, se me pasaron mil cosas por la mente, pero desde luego nunca se me hubiera ocurrido imaginar lo que aquella carta significaría.
No la abrí de inmediato, todavía me entretuve en prepararme un café. Después abrí el sobre, saqué la carta, y con la bata media desatada y la taza en una mano, por fin la leí. Aquel papel era una citación para la apertura de un testamento, ya que yo era una de las herederas. No entendía nada. No conocía ni uno solo de aquellos nombres, D. Fulanito de Tal, su esposa Menganita… Seguramente se trataría de un error, así que sin más guardé la carta, y me presenté el día señalado en la notaría para aclarar el malentendido.
Pero ese día todo el mundo parecía estar al corriente de lo que sucedía menos yo. Me deshice en explicaciones, repitiendo que no conocía de nada a aquellas personas y que todo tenía que ser un error, hasta que por fin me callé, y dejé que se explicaran.
No, no era un error. Aquel señor totalmente desconocido para mí, me hacía heredera de una gran extensión de viñas y una casa de labranza, a escasos kilómetros del pueblo de mis padres. Esto tenía que ser una broma… Pero no, tampoco era una broma. El anciano, dueño de esas tierras, no tenía más familia, y él siempre había querido que alguien continuara con su legado. Por lo visto, él solía decir que la vida no le había dado hijos, pero sí buenos trabajadores a los que quería como tal. Y por eso había dispuesto que, a su muerte, el nieto más joven de su trabajador más joven heredada aquellas tierras. Con otras propiedades había hecho cosas similares: a los nietos de su ama de llaves, la casa del pueblo; y al hijo de un gran amigo suyo, un piso en la capital.
Aquello era, sin duda, una locura enorme. Y no solo por la excentricidad del anciano. El simple hecho de pensármelo ya era una locura en sí. Allí había trabajado mi abuelo, y después mi padre. Y ahora, años después, allí estaba yo, con unas viejas llaves dispuesta a abrir la verja de mi nueva vida, preguntándome qué otras increíbles sorpresas me tendría preparado mi caprichoso destino.