La taberna
Y es que él había sido en el pueblo más que un tabernero, como le gustaba decir
El señor Juan observaba a los bomberos mientras terminaban de apagar el fuego que había consumido su taberna. En realidad, tenía la mirada perdida, aún incrédulo ante lo que había ocurrido hacía apenas unos minutos.
Era el día de la fiesta grande del pueblo, uno de los pocos que se permitía cerrar un rato para ir a disfrutar de los fuegos artificiales. Después, volvía raudo a preparar raciones, bebidas frescas, patatas bravas y cafés con hielo. Pero aquella noche, una tormenta había retrasado el inicio del espectáculo, y los vecinos charlaban alegremente mientras esperaban.
Por fin comenzó la lluvia de luces y el estruendo, y todos disfrutaban del espectáculo cuando alguien llegó gritando: “¡Fuego, fuego, señor Juan, su taberna!”. Y ya casi no era capaz de recordar nada más: carreras alocadas a la plaza donde estaba el bar, la sirena de los bomberos, mientras algún vecino cercano sacaba la manguera desde su patio intentando ayudar… todo pasó muy rápido. Un cortocircuito causado por la tormenta había acabado con todo.
Se retiraron de madrugada cuando su cuerpo y su alma ya no podían más, y cayó rendido en su cama. Por la mañana, de nuevo las voces le despertaron: “Juan, Juan, baja un momento, Juan”.
Se vistió asustado y llegó trastabillando a la plaza. Lo que vió le dejó atónito: los vecinos ya habían retirado los escombros y asegurado las partes de la casa que podían correr riesgo. Algunos vecinos habían empezado también a limpiar, otros colocaban ladrillos y sacos de cemento para empezar en breve a reparar los desperfectos, el maestro se llevaba en su remolque el mobiliario estropeado y la chica de la farmacia, con un móvil, llamaba a la fábrica de muebles encargando nuevas sillas.
Dos lágrimas le corrían al señor Juan por las mejillas. Y es que él había sido en el pueblo más que un tabernero, como le gustaba decir. Siempre tuvo un plato de comida para sus vecinos en épocas de vacas flacas, un helado para un crío, un café para un viajero y un abrazo para aquel que lo necesitara.
No sabía qué decir. Se arremangó la camisa y empezó a pasar ladrillos de un lado a otro, pensando en lo afortunado que era de tener a todos aquellos amigos, que más que vecinos, se habían convertido ya en su familia.