La Tormenta (II)
Me quedé paralizada unos minutos. ¿Qué hacía allí, viviendo aquel episodio de película de terror y haciéndome la valiente acercándome al peligro?
Mis pensamientos volaban. Seguramente alguien, al ver la casa a oscuras, pensó que estaba vacía, y que era un buen momento para entrar y, al ver que había alguien, no se le había ocurrido nada mejor que esconderse en uno de los cuartos de arriba.
Lo mejor era dar media vuelta, coger el móvil, salir de la casa, y llamar a la policía.
Ya giraba sobre mis talones para bajar de nuevo, cuando empezó a sonar la música de un joyero que había heredado de mi abuela. Hacía al menos cuatro o cinco años que la caja se había roto y la bailarina ya no giraba al son de la música. Era uno de mis recuerdos favoritos de mi abuela. Por eso no pude seguir con el plan de bajar. La música me atrajo hacía la luz que asomaba por debajo de la puerta.
Me acerqué sigilosamente, para no hacer ruido. La música sonaba claramente a través de la puerta. Pegué la oreja y oía risas de niños, o tal vez llantos. Ante la duda de que mis hijos hubieran vuelto temprano a casa y estuvieran allí, abrí la puerta de golpe sin pensar más. No distinguí nada, porque la luz de la linterna me alumbró directamente y me cegó, solo distinguí una sombra que se asustó al verme y gritó muy fuerte. Yo también grité y me lancé escaleras abajo. Cerré la puerta del salón, busqué mi teléfono, me escondí detrás del sofá y me tapé con una manta, como si aquello fuera una coraza de hierro infranqueable.
Me di cuenta de que, del propio miedo, lloraba. Con la luz de la pantalla alumbrándome, no era capaz de marcar ni un número. Entonces, me desmayé.
Lo que pasó aquel día será siempre un enigma. Mi familia piensa que lo soñé; mis amigos, que ante aquel grito el ladrón se fue corriendo sin llevarse nada. Pero la verdad es que me desperté después, en el sofá, tapada con la manta, y todo estaba en su sitio, limpio, la luz había vuelto, el teléfono también funcionaba, mi marido y mis hijos venían contentos de la calle… Aparentemente todo estaba igual, excepto la bailarina que giraba sin cesar en la caja de música de mi abuela.