Por la ventana entra una luz casi de otoño, es decir, una luz diáfana y que adelanta el verdor y el olor fuertes de los pinos y los prados y, al mismo tiempo, en su interior, esa luz le dice que tiene que despedirse de algo grande, algo con lo que ha convivido, convaleciente, durante tres meses y que le ha llenado el alma de alegría, con esa alegría de la armonía cadente que se presenta, tras finalizar un concierto de piano, y que se queda entre las paredes de una casa o un Casino, empapando los corazones de los asistentes, a la vez que los hace sutiles en el dolor ante la vida y que se engaña con la música.
Aunque escucha que ya lo llaman desde abajo, que le dicen que el coche ya está preparado para partir, el poeta, por un momento, se detiene frente al espejo y ve su cara, que después de todo es juvenil, y, sin embargo, ve un azote negro de pájaro por la ventana, en el que ve, por un momento, la vida fugaz con ese rostro del espejo que se ha nublado…
Sale del contorno del espejo y toma la pluma estilográfica del bolsillo de la chaqueta y toma un papel y se dice que tiene que componer un poema en este mismo momento, que, si no, se muere.
Empieza a escribir: “Puesto ya el pie en el estribo…”, pero se detiene porque su nombre suena desde abajo, otra vez, metiéndole prisa y como que se deje de sus melindres, que es hora de partir, por muy poeta que sea.
Piensa en Ella, en Eva, la mujer por antonomasia, y ve a la mujercita que le ha llevado algunos días algo de confitería, de la leche de las vacas, para que se endulzara un poco su sangre, su sangre que no es como las demás, su sangre de versos y de acordes musicales que, cuando corre por el interior de su cuerpo, puede tener un color delicado como las manos que tanto ha besado de esa mujer que lo iba a visitar por las tardes, cuando el sol caía como cae la canción de un juglar, con ese desvanecimiento del día, cuando se mezcla con el éter de la noche y parece que uno o una se embriaga.
Sigue con el poema:
-Puesto el pie ya en el estribo,
Con las ansias de la muerte…
Y oye el sonido de una bocina. Sin duda ya no pueden esperar más abajo y tiene que darse prisa y hacer ese poema, el poema que delata su amor juvenil.
Puesto ya el pie en el estribo,
Con las ansias de la muerte,
Gran dama, esta te escribo.
Ah, los labios de esta dama, de Pilar… Tiene que esconder bien su poema y se lo mete en otro bolsillo de la chaqueta. Baja las escaleras y sube al coche. Pilar es vista en un margen de la calle, mirando el coche, tratándose de despedir, con un pañuelo blanco, del poeta, ahora viajero… Cada uno tiene su historia, ella, la mujer, la suya y el poeta, tal como se aleja ahora al trote de ruedas, la suya, y ya va escuchando el fluir de la música del piano que tantas veces ha tocado y tocará… /// Juan Largo Lagunas