Aún perdura un verde inédito en las cumbres y en sus laderas las retamas y escobas tiñen de un amarillo voluptuoso, exuberante, casi desvergonzado colándose por entre los matices verdosos de los robles, hayas y pinos. Todo un paisaje digno de Van Googh. Sé que no están los tiempos para literaturas, pero nadie me ha de robar la placidez del ahora, esa quietud de los pinos enhebrados por hilos de sol que doran los troncos y dibujan en el tapiz del suelo sus sombras templadas y serenas. Nadie. Por más que las noticias dibujen un panorama de corruptelas múltiples y crisis variopintas. Las nubes tormentosas despiden el día con colores de fuego cuando el sol muerde el horizonte. Un pedacito de cielo que sumar en el haber de nuestros días. Una dulce quietud para los sentidos, una ración de bienestar para el alma por más que se empeñen en desterrarla de nuestras vidas.
Los pueblos de la sierra se van llenando de una alegre algarabía de niños que cosen el verano a la libertad del campo, al juego en arroyos, al paseo junto a las vacas, caballos, cabras... Las casas mudas en el invierno abren sus puertas y exhiben vida y reencuentros añorados. Así, de un manotazo, se destierran los malos augurios de un despoblamiento casi programado, sin un rescate imaginativo del futuro que se oculta en esta tierra de pinares. Nos vemos alegres y confiados en nuestras fiestas patronales, en eventos bucólicos de viáticos y manducatorias, en meriendas y convites con los amigos… Es el verano. Se olvidan los problemas y rescatamos el saludo a los recién llegados con besos sonoros y una sonrisa desmedida. En el aire queda dibujada la concordia, el consenso solidario. Luego, a lo mejor, esos besos se mudan a unas palabras desabridas cuando has deshecho el abrazo y giras los pies en otra dirección. Pero, de momento, a mí esos besos me enlazan con mis ancestros, con mi identidad de pueblerina, con los recuerdos vividos y añorados. Y me saben a gloria.