Buscando la auténtica libertad, por Germán Martínez Rica
Seis de la mañana. La densa niebla envuelve de tristeza Edimburgo. Apenas hay luz. Los “gaviotones” (así les llamo yo) hambrientos y excitados han abandonado sus vuelos junto al mar y planean como aviones locos sobre la Plaza de Wellington.
Caen las primeras gotas. El viento las mece haciéndolas bailar para después posarlas con suavidad sobre el pavimento sucio frente a la estatua del gran militar irlandés. Un ejército de hombres de mirada fría y triste comienza a llenar la plaza. Parecen una colonia de hormigas en retirada tras ser derrotadas en una batalla que nunca pudieron ganar. Los sintecho, en harapos y temblando, ocupan sus lugares, esos pedazos de frío asfalto que no le importan a nadie. Después, como si acudieran a un entierro, llegan los primeros “currelas” de la mañana. Su paso es lento y pesado y su mirada se pierde en el infinito. Son como tortugas heridas tras un largo viaje que han llegado a la arena exhaustas para morir. De repente el ruido se apodera de todo. Ruido loco de sirenas, de cláxones y de motores que hacen aún más insoportable su recorrido. Tras ellos, los depredadores de asfalto. Hombres de negocios envueltos en trajes grises con miradas desafiantes y carteras llenas. Zombis con un alma vacía que no saben cómo llenar. Y yo, allí, acurrucado, en mi banco preferido, luchando contra el frío y la humedad en una batalla perdida. Apuro el desayuno del famoso “café Snack”, el mejor y más barato tentempié que uno puede encontrar en la ciudad. Deposito algunos pedazos de pan en el pavimento y alerto a los “gaviotones” que descienden volando como locos para acompañarme en mi humilde festín. Esa mañana son los únicos habitantes de la Plaza que sonríen y disfrutan porque sus alas y sus vuelos les devuelven siempre a la libertad. Y es ese ansía de libertad lo que libera mi mente por un instante y me permite volar también a mí. Volar para volver de nuevo a jugar a ser feliz. A abrir ese baúl de mis recuerdos, de imágenes de mi pasado, de mi familia, de mis amigos, de mí pueblo. Es como si mi alma quisiera viajar y lo hiciera a través de mis sueños. De sueños felices, de atardeceres de invierno, junto a los míos. De tardes de verano, en esos bares de pueblo, tranquilos, de gentes humildes, de conversaciones sencillas. De mañanas, de paseos, de rutas junto al Arlanza. Recuerdos de sonrisas, de abrazos, de besos, de manjares sencillos en una mesa con mi familia. Recuerdos... Sueños… Llueve con fuerza. El agua fría moja mi frente y me despierta.
La niebla se vuelve espesa y apenas se ve. Levanto mi mirada. Nadie me devuelve una sonrisa o un gesto amable o una mirada cómplice y cercana. Allí no hay nadie a pesar de que están todos. Miro al cielo y le veo a él, orgulloso, al héroe irlandés en su caballo de metal, oteando el horizonte e indicando Waterloo Place. Y sobre él, el “gaviotón” más grande de todos, con uno de los trozos de pan que dejé sobre el pavimento. Me mira y esta vez sí me devuelve la sonrisa. Y me siento aliviado, porque el rey de los dueños del cielo escocés si está ahí para agradecerme el detalle y para recordarme que sólo hay una manera de vivir, seguir caminando a pesar de todo y de todos buscando esas alas que me den la auténtica libertad.