El Ciego del Metro de Lisboa, por Germán Martínez Rica
Seis de la mañana. Primer día de agosto. Hora punta. Es lunes. El metro de Lisboa está lleno. Cuerpos inertes que apenas dejan espacio para respirar.
El sudor recorre la piel de almas frías que sobrevuelan perdidas otro día gris de trabajo. Nadie mira a nadie, a pesar del contacto de la piel y de los primeros pisotones. Las puertas, inertes como la misma muerte se cierran y todo se vuelve espectral. En el luminoso, la primera parada, Roma. Miradas dispersas, perdidas. Llantos de niños, hambrientos y con sueño. Móviles encendidos que atrapan almas. Apenas hay luz. Apenas hay vida. Mi mirada sobrevuela aquel cementerio y busca consuelo en otras miradas afines. Todo en vano. Allí hay gente, pero no hay vida. Todos están muertos, pensando que pudieron hacer y que harán. Muertos, porque el pasado y el futuro no existen. Son dos fantasmas que juegan con nosotros para hacernos padecer. Llevo mis cascos. Afortunadamente. La música me ayuda a respirar y a sentirme vivo, transportándome a sitios con mayor luz y felicidad. Hemos llegado a Alameda. De repente, algo cambia. Se abren las puertas y entra él. Y con él un sonido de fondo que traquetea y baila siguiendo un ritmo, como el tren. Algunas miradas despiertan y se iluminan. Hay vida. El sonido del ritmo de una lata golpeteada con gracia se va acercando. Se hace un pasillo, como si viniera el mismísimo rey. Él se acerca. El sonido es constante, tiene ritmo y tiene fuerza. Es ciego, pero camina golpeando una lata vieja, oxidada y sucia y mira desafiante a su alrededor, como si pudiera ver. La escena es embriagadora, brutal y goza de una fuerza inaudita. Fijo la mirada en él, que camina entre las sombras por un trozo de pan que llevarse a la boca esa mañana. Tiemblo y busco una jodida moneda que apacigüe mi tristeza interior que al verlo amenaza con desaparecer. Algunos, pocos, se suman al gesto. El tren del silencio se torna ahora en el vagón de la esperanza. Última parada. Las puertas por fin se abren vaciando el vagón de tristezas y recuerdos. El aire cambia y se torna en una brisa suave que me acaricia la piel. Pasos acelerados, de gente que sigue sin ver la luz por llegar a un destino, su trabajo, que no les hace feliz. Yo camino despacio. No quiero llegar, ni apresurarme, ni correr, ni adelantarme, ni estar allí el primero. Sólo quiero llegar. Y miro a mí alrededor y una niña de ojos verdes me devuelve la mirada. Y me sonríe. Y miro de nuevo buscándolo a él. Al ciego del Metro de Lisboa. Al héroe que ese día cambio un vagón triste y desolado por un tren lleno de esperanza. Al hombre que hacía música con una lata y cantaba una canción. Porque ver realmente es abrir el alma y dejar que los demás la acaricien. Y él, ese día, fue el alma del Metro de Lisboa.