El viento y el agua golpean la ventana de mi escritorio. Crean una música caótica y bella al mismo tiempo. Sobre la mesa, un té con leche. Pasé demasiado tiempo en Reino Unido. Lo sé. Al lado, un libro, un tesoro por descubrir. Título: Cincuenta relatos sobre personajes, sucesos y temas populares de la comarca serrana. Su autor, el hacínense Roberto Alonso Olalla. Uno de los nuestros. Abro el ejemplar con los ojos de un niño expectante ante el regalo en Navidad. En silencio pido permiso y decido transcribir uno de sus relatos, el del histórico café Infantes de Salas. Ahí va. El legendario Bar Infantes abrió sus puertas en 1942, en plena posguerra española. Allí acudía lo más granado de Salas y de todos sus pueblos vecinos y hermanos. Se jugaba y mucho al “subastao” y también al “jiley”. Tomar el vermut, entre conversaciones, bromas y anécdotas, era toda una tradición. La gramola del Bar o muchas veces la rondalla, animaban a bailar y a romper el hielo. El Infantes tenía duende. Era un sitio especial, y te hacía sentir como en casa. Muchas tardes había espectáculos. Varietes, teatrillos o títeres. Otras veces bastaba con “Saurio”, que lo mismo te cantaba una copla, que se arrancaba con alguna farruca para terminar cantando rumbas. Todo al abrigo de una buena jarra de tinto y de algún que otro chiste verde o muy verde. Regentaba aquel local tan conocido y envidiado Adalberto Bengoechea, toda una institución en la provincia. Santos Cuadrado, siempre muy amable y servicial, era el camarero por excelencia del local. Si el alma de un libro es el viaje que plantean sus palabras, el alma del Infantes era Santos. De cuerpo menudo pero siempre de etiqueta. Luciendo con elegancia su chaquetilla blanca como luce su traje un buen torero. Pantalón negro. Impecable. Y su seña de identidad, la recordada pajarita siempre en su sitio. Allí jugo Clint Eastwood al billar al calor del aguardiente. Al jubilarse Santos, Bengoechea cumplió lo prometido y cerro el local. El “Infantes” sigue vivo, en el recuerdo. Y este libro es como una enorme piedra fundacional. Inmortal. Y es que cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros (San Agustín. 354-430 Obispo y filósofo)