Estoy solo y no hay nadie en el espejo, por Germán Martínez Rica
Llueve intensamente sobre Edimburgo. Noche cerrada, invernal. Son las cuatro de la mañana de un miércoles sin historia.
El frío viento silba con fuerza su canción triste y golpea con saña las viejas paredes de Northbridge, el puente más famoso de la capital escocesa. Ni siquiera sus viejos y emblemáticos fantasmas recorren sus aceras húmedas y heladas. Las luces tintineantes y juguetonas de farolas que se apagan y se encienden ofrecen un espectáculo oscuro y teatral. Parece una poderosa tempestad en tierra capaz de hacer zozobrar y hundir cualquier barco. Una de esa aterradoras tormentas que te hacen sentir tan pequeño y vulnerable que desearías volver a los brazos de tu madre y a la seguridad de tu niñez. Camino, con paso lento como si una tortuga agotada después de un largo y pesado viaje. Parezco un soldado malherido que regresa cabizbajo a su hogar después de una cruenta batalla. Y allí, de repente, observo como un joven inerte mira complacido y sin reacción a un mendigo mayor tendido sobre el frío pavimento. La sangre se diluye con el agua de la lluvia que no deja de caer. Con él, inseparable, una botella a medias de un whisky barato y una vieja muleta doblada por el uso. Miro al muchacho de nuevo pero no hay reacción. Su mirada es fría, como la de un depredador con hambre que únicamente busca una presa. Me acercó hasta el anciano y comienzo a susurrarle palabras de aliento al oído. Mi voz ronca y serena afortunadamente le hace reaccionar. Tapono la salida de sangre de su nariz con un pañuelo y llamo inmediatamente a una ambulancia. Tardan sólo unos minutos en llegar. Me despido del anciano, llorando y sin articular palabra. Es una de esas despedidas en las que no hace falta hablar. Retorno a mi camino retomando los pasos que dejé atrás. Feliz, porque sigo sintiéndome vivo en una ciudad dormida y triste en la que muchos están muertos y no lo saben. Feliz porque de nuevo he hecho lo correcto. Agradecido porque guardo con celo esa mirada cómplice que me acompaña a casa iluminando mis pasos y mi alma. Porque Borges dijo una vez que estaba sólo y no había nadie en el espejo. Y sin embargo, yo no estoy sólo y si, si hay alguien en el espejo. Un día más, una tarde más, otra noche más. Sigo vivo, y eso al final, es lo único que importa.