Fuga de Abad, por Juan Largo

Cuando, aquella noche de mayo del 2020 con su etiqueta de mes de amargura del virus, Andrés de Abad bajó del taxi, el taxista, volviendo para atrás la cabeza, pudo ver que el pasajero, recién llegado a este pueblo de Pinares, le daba aquel billete grande porque no tenía otra cosa y porque el precio del viaje había sido alto.

 

Y en seguida el auto dio el cambio de dirección hacia la ciudad que ahora llamaban “de los poetas” y se fundió en el vacío de la carretera pasando la zona de La Umbría yendo, por tanto, hacia el oriente. La noche ahora era ya algo entrada, pero Andrés, sabía que, tras cuarenta años (desde que se fue al Servicio Militar), la casa de sus padres se encontraba justamente donde le daba la memoria, llegando cerca de la calle Las Candelas, pero al final de la calle Real, próxima a la calle de San Pedro. No supieron los padres o los familiares dónde habría parado tras cumplir la mili, puesto que el pie no lo había puesto en el pueblo desde esas fechas. Estaba seguro de que, al menos, la casa familiar seguiría en pie. Había recorrido medio mundo con sus diversos oficios adquiridos en el pueblo y algo que había hecho en la mili, y se había buscado la vida por La Pampa y territorios adyacentes durante todo aquel tiempo, pero Andrés no pensaba que hubiera sido un tiempo perdido (con la mujer y el chico que dejaba en territorio pampero), más que en una sola cosa (aunque no hubiera avisado nunca a su familia dónde había ido a parar recién dejado el Cuartel) y no consideraba aquel viaje, primero en avión, luego en autobús y luego en taxi, como baldío porque ya estaba oyendo la melodía, la música que a él le encantaba o le había encantado, como si fuera de gramola, pero dependiente de un aparato que había tenido tanta importancia en aquellos tiempos anteriores a su marcha de su pueblo…

      En realidad, había venido Andrés obsesionado por el tema, lo había oído allá, en el aire, en la ciudad del sur de la Argentina y le habían venido a la memoria los sones calientes y dulces como de melocotón, empalagosos, de la Marconi empapando casi a todos los hogares que todavía tenían radio por aquellos lares. Daba calor la Copla española a las casas que no podían tener otros medios musicales en el país y en la región aquella y, Andrés, había oído en el sueño americano los sones entrañables y líricosy sugerentes de Conchita Piquer y de Antonio Molina y de Lola Flores…, y no había dejado de estar obsesionado con ello hasta ahora en que, sin ver a nadie por las calles, llegaba a ver la puerta de madera de una casa sin luces por las ventanas y de cuyo interior venían los acordes de corazón sentido de la canción y la voz besucona de la cantante o el cantante, y se preguntaba para sí: “¿Será posible que suene todavía la radio de la familia?”…

Porque empujó la puerta de la casa al llegar y entró en el año 1966 y vio a sus padres, sentados a la lumbre, sus rostros, que le veían sin extrañeza entrar, pero alzados, y mientras sonaba una canción de Sara Montiel, esperándole ellos, como que no hubieran pasado más que unos minutos de su fuga…

                            Juan Largo Lagunas