Esto no lo podía pasar por alto Jerónimo que, como en los años anteriores, siempre aparecía por la casa del barrio donde habitaban los Albero, mirando hacia la ventana donde se encontraba el aposento de Celeste, y permaneciendo un buen rato suspendido en algo que veía él, algo que no veía nadie y de lo que solo él quedaba imantado, con la cabeza alta y los párpados caídos como si estuviera soñando en un sueño fastuoso e inconmensurable del cual obtener toda la felicidad del mundo. El chico, Jerónimo, ya había cumplido los catorce y parecía que, cada año en que rondaba la casa de los Albero y de Celeste, había adquirido un nuevo brío que le lanzaba sin más prolegómenos a entregarse a la evasión de su mirada mirando aquella ventana… Lo dado, en este caso, era, como lo era en realidad, que viendo a Jerónimo allí como pasmado, como si lo hubiera paralizado el sol del atardecer frente a la visión de la ventana, se pudiera decir que Jerónimo estaba prendado. Y eso que, a la chica, a Celeste, no se le veía por el pueblo y solamente o permanecía en su casa o en el jardín o, lo más, salía un poquito algunas noches a la fresca a sentarse en el poyo por el cual tomaba parranda alguno que otro de los habitantes de todo el año del pueblo con los padres de ella, de Celeste, en tanto el vino de la Rioja con el refresco de la noche, hacía que surgieran palabras maravillosas de las noches.
Jerónimo, que tenía nombre de indio famoso por sus rasgos aquilinos y su cabello negro azabache y largo, según contaba la leyenda, no tenía origen cierto. Mucha gente mayor recordaba que lo habían traído de la capital en una excursión de mozalbetes alegres y entusiasmados con el campo y la naturaleza y los pinares y el río y que no había vuelto ya nunca jamás a la capital ni había ido a otra parte alguna. Con explicación o sin explicación alguna, los Albero del pueblo, parientes de los Albero de la ciudad, mantenían en su hogar a la persona de Jerónimo que, por otro lado, no les causaba grandes quebrantos excepto los de su, como dijeran algunos, “manía” de irse a lo alto de la sierra o por su, como dijeran otros, su “costumbre” de ir a la llamada de las alturas de los picos. Y Jerónimo, en cuanto ponía pie en el pueblo Celeste, lo único que hacía era merodear como un oso en torno a un panal de miel, y quedarse quieto, solo mirando y solo mirando aquella casa en la que cual debía de residir la mayor fortuna que pudiera desear un chico a su edad o la mayor dicha inhallable a kilómetros a la redonda, y dejarse llevar por su sueño despierto de paraísos con bellas flores y una muchacha de rostro delicado como lo era Celeste. Pero…, aquel último verano, después de haber ido todos, todos los días por las inmediaciones de la casa de los Albero capitalinos y de aproximarse cada día más a la casa, y después de haber pasado un verano (tal como pudiera testificar la gente del pueblo de verlo así a Jerónimo) abstraído en sus contemplaciones y tan absorto en ellas que ni había ido ni un día de hacenderas, aquel último verano hubo un día, casi el de la fecha de partida de Celeste y sus padres a la ciudad, en que lo encontraron en una parte del pueblo y por la cual, a eso de la hora aquella pasaba poca gente porque anochecía ya, lo encontraron montado a una mula, en ausencia del propietario de la acémila, y sin calzones… Cuando acudió algún vecino a sacarlo de la bestia, exudaba vino, sudaba con gotas como chorros de cántaro abierto… y tenía fiebre…