Llega el amanecer y un espeso silencio detiene la vida de los pueblos. Un cielo de estaño cubre la bóveda del firmamento y los copos de nieve caen pausados y temblorosos como una cortina de gasa. Las montañas borran sus perfiles milenarios y los tejados de las casas transforman sus siluetas bajo un manto de nieve como de cuentos infantiles. Los ríos y arroyos bajan broncos y enfurecidos por entre los valles desmoronados por los ventisqueros. Las ramas de los pinos sostienen, alicaídas y sumisas, gorros de nieve como nubes deshilachadas y a sus pies culebrean caminos y carreteras difíciles de transitar. La lámina de plata de la noche acoge el sueño de muchas pesadillas mientras en las casas se cuelan afilados cuchillos a los que batimos con lumbres y calefacciones como una caricia a nuestro bienestar.
Este alud de imágenes, más o menos literario, acude a mi memoria de infancia y me persigue siempre que llegan las nieves. La realidad es otra. La realidad se viste con ropajes de frío y penurias para los ganaderos, para los niños que usan el trasporte escolar por carreteras casi inaccesibles, para los que unen sus quehaceres con la intemperie y caminos intrincados, y para todos aquellos pequeños pueblos que aparecen escritos en el mapa con letra pequeña. El mundo de la comunicación más primario comienza por cubrir las necesidades básicas: comida, médico, colegio… además de los servicios de telefonía fija y móvil por si nos da el “patatús” y no encontremos el remedio ni siquiera con un consejo médico.
Mientras escribo envuelta en ropajes blancos de nieve se me cuela como una serpiente dentro del mismo campo semántico una palabrita miserable: Blanqueo. Y no va de pintura. Qué va. Mientras luchamos contra el temporal y los recortes que nos engullen como el lobo ahí van: Luis Bárcenas, Gürtel, Urdangarín, ERES, Pallerols… -me faltan líneas-. Para llorar.