Ya no quedan tiendas como las de antes
Me van a permitir ustedes una licencia. Me gustaría con este artículo viajar a mi infancia a través de los recuerdos.
De esos recuerdos de niñez que se han convertido con el tiempo en el mejor de los refugios cuando me sorprende la tristeza. Hoy les quiero hablar de mi abuela materna, María Teresa. Hace tiempo que cogió un boleto sin regreso para ese tren que quiero pensar que tiene su última parada en el cielo. Ella lo creía así y así me enseño a creerlo a mi también. La “Tere” regentó durante muchos años un pequeño negocio de ultramarinos en la Calle Palacio. Uno de esos negocios familiares, cercanos, amables y de confianza. Yo diría, que incluso a veces de demasiada confianza. Para que me entiendan, era una tienda como las de antes, de esas que ya no quedan. Yo diría que tenía no más de nueve metros cuadrados. Un auténtico agujerito en el que cabía de todo. Mi abuela ofrecía varios tipos de vinos, un sinfín de licores, embutidos, conservas, productos de limpieza, chuches de colores, pastelitos y conversación. Aquel lugar era como el cine del pueblo, un rinconcito para todos y para todo. Los niños allí eran felices. En los ochenta el parque de la calle Palacio tenía la barca pirata. Aquel engendro de metal en el que los valientes se subían para sentir que podían volar. A veces incluso lo conseguían. Aquellas tardes eran interminables. Jugábamos a los chanflos, a la soga, al pilla pilla, al escondite inglés, al bote bote y muchas veces a la guerra. Aquellos enfrentamientos entre los del cole San José y las escuelas eran gloriosos. Todavía compadezco a Alfredo, el médico que solía dar los partes de guerra. Allí había un sauce llorón o al menos así lo recuerdo. Porque los picias siempre nos subíamos en él escapando tras liarla de esas dos ostias que al final eran seguras. Era al bajar cuando el sauce cobraba su nombre, el de llorón. Y también cuando nuestras madres se cobraban su venganza. Junto al sauce había dos columpios. De vez en cuando funcionaban y servían para que los mayores balancearan hasta el vómito a los niños más pequeños. Y si no estaba la fuente del medievo, donde el agua caía cantando mil y una canciones. Aquel parque era mágico, como lo es el arcoíris formando una puerta de entrada al cielo. Y así día tras día, tarde tras tarde hasta que se ocultaba el sol. Y era entonces cuando ella sonreía y dejaba la puerta siempre entreabierta. Su casa era la casa de todos. ¡Una tienda de las de antes! ¿Verdad abuela? Allá dónde estés, sigue vendiendo alegría y felicidad. No olvides que vendiendo siempre fuiste la mejor.