Quiero volver a volar, por Germán Martínez Rica
¡Niño, deja de volar! Esta era una frase recurrente en mi niñez. Tal vez porque solía hacer aviones de papel con mis hermanos.
Y no, no era cualquier papel. Era el más resistente y duradero. Siempre de un color llamativo. Lo importante era reconocer el avión en pleno vuelo y alardear diciendo ¡Ese es el mío! Su diseño nos hacía recogernos en la habitación más recóndita y apartada durante horas. Jugábamos orgullosos a ser ingenieros del espacio. Y mientras ideábamos y construíamos nuestros aviones, veíamos aquellas películas extravagantes y maravillosas de los años ochenta, aquellas cintas que nos hacían soñar: Disfrutábamos con E.T y viajábamos a lugares imposibles y maravillosos con Los Exploradores o Regreso al Futuro. Y así íbamos perfilando el diseño de nuestros bólidos del aire. Horas y horas de trabajo de un tiempo que no existía para nosotros. Entre juegos, películas y bocatas de chorizo y chocolate, disfrutábamos de las tardes calurosas del verano esperando impacientes la estación del viento. Y el otoño llegaba abriendo el telón de una nueva función de teatro. Un escenario renovado, otros actores. Y el viento, fuerte y orgulloso, comenzaba acariciando las ramas de los árboles. Y las primeras hojas caían y bailaban y terminaban por dormir en la tierra húmeda que pisaban nuestros pies. Y allí, orgullosos, junto a la iglesia de Costana, preparábamos nuestros Cadillac del aire esperando el mejor momento para hacerlos volar. La mayor parte volaban, pero sólo un poco. Y nos frustrábamos y nos enfadábamos. Habíamos fallado como ingenieros del aire. Y, sin embargo, raras veces, algún avión se sostenía en el aire durante mucho tiempo. Y se balanceaba de un lado al otro, haciendo piruetas imposibles, saludando a los gorriones y volviendo a elevarse una vez más. Y era entonces cuando miraba a mis hermanos, y nos abrazábamos, conscientes de que habíamos logrado uno de esos imposibles. Cosas de niños, diría ahora. De niños felices por el mero hecho de sentir lo que era volar. Y ahora a mis 39, en la mitad de la vida, se me viene a la mente la frase contraria: ¡No dejes de volar! Y es que con la edad uno se vuelve mas frío y terco y se olvida de aquellos momentos de felicidad imperecedera concentrados en la niñez. Porque después, la vida te golpea, a veces con demasiada fuerza, y te va moldeando poco a poco en un barro insípido sin perfilar apenas tu figura. Los días, los meses, los años y los problemas han ido calando en tu alma como el hielo cala en la más bella rosa que ahora está por marchitar. El tiempo, ese monstruo feo y vil, nos aterroriza mostrándonos ese aterrador final que todavía está por llegar. Y nos volvemos viejos, y las primeas canas cubren de blanco nuestro corazón. Y sentimos que la felicidad está lejos, tal vez escondida en alguna cueva fría y sombría y encadenada por ese monstruo cruel que es el tiempo. Por eso hoy, que es un día precioso de viento, he decidido volver a volar. Sobre mi mesa un avión y un recuerdo. El de volver a ser feliz, mecido por la brisa, y acariciado por las nubes que flanquean el cielo. Quiero volver a volar. Voy a intentarlo ¿Me acompañas en el intento?.