EL RINCÓN DE GERMÁN. Edimburgo, la ciudad donde el tiempo no existe
14 de julio de 2015 (00:54 h.)
Dos senderos se abrían en el bosque, y yo tomé el menos transitado.
Edimburgo, primer día. El sol se asoma en su esplendor para saludarme. Me siento pequeño, como un ratoncito asustado que busca comida y se esconde para no ser descubierto. Edimburgo, en su plenitud, se yergue como una ciudad encantada, como una urbe mágica y orgullosa, como esa niña de quince años feliz al enamorarse por primera vez. El aire es limpio y huele a mar. Me envuelve y me anima a seguir caminando, descubriendo sus secretos con paso lento, para no perder detalle. Es como un sueño maravilloso que nunca deseas que termine. Sus calles, muchas estrechas y oscuras, están parapetadas por esculturas que te miran desafiantes diciéndote, aunque no te lo creas, que tal vez el tiempo no existe. Mil y un jardines, llenos de luz y de color. Flores que componen mosaicos maravillosos, envolviendo y cuidando de los monumentos dedicados a los grandes hombres y mujeres de Escocia. Y gente, en sus calles, en sus coloridas terrazas, caminando, descubriendo la belleza de una ciudad tan enigmática y sublime que los envuelve y les hace perder la razón. Y llega la tarde, de ese primer día, y el sol se esconde tras un velo de color para descansar y volver con fuerza al día siguiente. Y yo, pequeño ante esta maravillosa ciudad, ya no estoy tan asustado y sonrío, orgulloso, por haber tomado el camino menos transitado una vez más. Sólo quiero esconderme y pasar desapercibido porque, como decía Alejandro Casona, no se puede andar cargado de joyas por un barrio de mendigos y se puede pasear una felicidad así por un mundo de desgraciados.
Germán Martínez Rica