EL RINCÓN DE GERMÁN
Una Victoria al fin y al cabo. Artículo sobre el Duque de Wellington.
La primera gota se desliza bailando suavemente sobre el gran ventanal de colores de Martone. Parece un caracol perezoso despertando de un profundo sueño para comenzar su aventura. La famosa cafetería italiana de la estratégica Waterloo Place de Edimburgo vibra orgullosa con la llegada de los primeros clientes. Todo son aromas, sonidos, voces, gritos, conversaciones y el llanto de algunos niños. Huele a café recién hecho. Huele a pizza, a tomates maduros, a orégano, a queso parmesano y a aceite. Huele a vida. Huele bien. Martone es como esa casa antigua de mi abuela que en mi niñez me hacía viajar en el tiempo. Ese cuarto escondido a la luz del brasero que me protegía del estruendo de las tormentas al final de verano. Martone es así, mi hogar en Edimburgo. Un lugar mágico y especial donde las camareras son ángeles que te sonríen y se acercan sigilosos bailando entre los clientes. Sobre la mesa, un café latte caliente, mi diario y la cámara de fotos.
A esa primera gota solitaria comienzan a sumarse otras. Parecen amigos agarrados de la mano corriendo al mismo tiempo. Comienza a llover. Allí, impasible ante la tormenta, la estatua del duque de Wellington se asoma orgullosa desafiando al cielo con su mirada. Inmortal, señala a Waterloo Street, como si quisiera repetir aquella gran victoria en una de las batallas más importantes de todos los tiempos. Arthur Wellesley nació en Irlanda un 1 de mayo de 1769 y murió en Kent, Inglaterra el 14 de septiembre de 1852. Fue héroe por méritos propios de la guerra de la Independencia española comandando al ejército británico en el conflicto. Su magistral intervención en las guerras napoleónicas le valió el rango de Mariscal de Campo. Con su gran victoria en Waterloo Napoleón fue finalmente exiliado a Santa Helena.
De repente deja de llover. En tan sólo un instante, las nubes, amenazantes y oscuras cargadas de agua y viento dan paso a un sol protector que lo envuelve todo. Y hasta allí, hasta la Plaza donde Wellington es inmortal, comienza a llegar lentamente su ejército, para iniciar, un día más, la batalla más complicada, la de la propia vida. Primero, es la infantería la que ocupa su lugar. Los sintecho, hambrientos, toman los bancos haciendo suyo el único lugar que realmente les pertenece siempre y cuando estén allí. El teniente al mando de la operación es el comercial de Scotsman, que otea el horizonte buscando miradas afines. El objetivo, vender sus periódicos. En la línea de ataque la caballería, los últimos indios norteamericanos en Escocia tocando al unísono melodías tribales de un tiempo pasado que en su caso siempre fue mejor. Los tambores, las proclamas e utopías de los comunistas. La bandera la enarbolan dos gays que se besán efusivamente proclamando el amor libre. A su lado, un borracho tirado en el suelo al que nadie le importa.
La luz del sol le ilumina. Wellington parece revivir. Y con él, aunque sea por un espacio breve de tiempo, todos los derrotados en Edimburgo tienen su oportunidad de gritar su silencio para decirle al mundo que siguen ahí. Para ellos el alma noble nunca muere, porque más allá de su eternidad brillarán sus huellas. Terminó mi café, tomo mi cámara de fotos y la miro a ella, que vuelve a sonreírme. La sonrío tímido agachando la mirada mientras observo como todos sus hombres, su ejército, sus mejores soldados, están allí. Celebran la victoria del instante, una victoria efímera, como lo es la vida misma, que se evaporará cuando vuelva a llover. Una pequeña y corta victoria, pero una victoria al fin y al cabo.
Germán Martínez Rica