elevado por los escalones sobre el nivel del camposanto, mirando fijamente nuestro funeral, y en el cual creí percibir, iluminada por el blanco de un copo de nieve que le hubiera resplandecido en la cara, la media mueca o sonrisa como que dijera que todo estaba bien en el mundo…
Recordé luego, en el camino a casa, mientras íbamos la familia envueltos en un matojo de vecinos vestidos de negro, recordé que precisamente hacía como un mes no había visto a Renato Torca, el Tío Renato, por aquella calle del pueblo, teniendo en cuenta que antes lo veía muchas veces y, siempre, indefectiblemente, me hacía escabullirme del paso, evitándolo, en tanto él, daba una señal de displicencia y me miraba y seguía su camino. Remoto quería yo que quedara el tiempo, a mis dieciséis años en que, los padres, por mi parte, me habían querido desposar con el Tío Renato, negándome yo a aquel plan, porque yo no quería nada con el pueblo y porque mis planes estaban en la capital, como algunas otras chicas que se habían marchado y con las cuales me escribía.
No había visto al Tío Renato en un mes, justo desde que Chavito había comenzado a tener temblores de frío y no poder respirar. Estuvimos todo el mes aquel de diciembre cuidándolo, era una enfermedad que ni el médico, que tenía que venir del otro pueblo, conocía. Con días de verdadera angustia, nos encontrábamos sobre una cuerda floja, entre la vida y la muerte. Y entre la vida y la muerte había conocido yo a Chavito, en la vida en los numerosos momentos en que estábamos en casa y yo hacía más de mamá que su verdadera madre, a la que tomaba por abuela, y al padre como abuelo… Contábamos historias a la lumbre, y en el día de difuntos salíamos con velas a la procesión de las velas de la calle hasta la ermita de la Virgen… Yo le había enseñado a leer y escribir, y las nociones de libros que seguía el señor maestro, y sobre todo, de lo que yo creía que había aprendido más de mí, porque se le notaba en la alegría de sus diez años, era de las revistas de la ciudad que me llegaban en aquellos tiempos en los que no había todavía televisión…, le gustaban los modelos de las revistas y las fotos de los grandes coches y de los palacios de los reyes de la tierra, por ejemplo, le encantaban los tulipanes de colores de Holanda y los tigres de Bengala…
Y en la muerte lo tuve que conocer a Chavito -cómo murió, mirando al cielo…- y todos, las vecinas y el señor cura, no pudimos hacer otra cosa que prorrumpir en un grito de horror en tanto la madre de Chavito lo abrazaba contra su pecho como queriéndole dar de mamar otra vez y lloraba como una Magdalena. El 24 lo enterramos y no vi al Tío Renato, o creía yo que era él, altivo y seco sobre el suelo del pórtico de la iglesia contemplándonos…
Luego, a la tarde de aquel día que era el de Nochebuena, yo salí de casa y me dirigí a la casa del Tío Renato, con su fama de pinariego y brujo, y lo vi: vi al Tío Renato ahorcado en uno de los árboles al lado de su casa como que realmente hubiera tenido que ver algo en aquel asunto de Chavito y que, por algo, la gente lo tenía condenado en vida… Juan Largo Lagunas