se había dado en pensar (teniendo en cuenta lo malo que es el pensar) en su antiguo amor de juventud, al cual solía, cada año, llevar en su yegua en camino para las Bodas de Santa María de la capital, y con el cual, con dicho amor, iba a contraer prontas nupcias hasta que, en pleno pinar, realizando labores de limpieza en un mes de agosto de hacía muchos años, se lo llevó de improviso un rayo de tormenta y lo dejó soltero para toda la vida. Así había acabado Fluvia y su querencia para los supuestos días postreros de una vida incumplida, la cual le había concedido no obstante el cultivo de los huertos del otro lado del Puente de los Carreteros, y especialmente su huertecillo de primorosos calabacines que se empeñaba en cultivar para vender algunos de ellos en el mercadillo ambulante del pueblo cuando venía cada semana a dar servicio a los vecinos de la localidad… La tormenta que hubo por aquel tiempo también fue persistente y se cebó en el pueblo y duró mucho más que el que suele durar una tormenta normal. Ahora estaba Inocencio en su casa y estaba, esta tarde, desde la mañana funcionando, mirando por la ventana la nueva tormenta que parecía que iba a perdurar y que había empezado a desatarse ya por la mañana. Por eso pensaba en los calabacines del huerto, porque no los removiera el agua con la tierra y porque aquel año había puesto todo su esmero en su cultivo y del cual estaba orgulloso…
Por la noche, al echarse en la cama, sin embargo, escuchó una voz, la voz de Fluvia en el exterior de su vivienda y se dio cuenta de que venía del huerto. Y al día siguiente, dado que la tormenta era insidiosa, por la noche también, oyó la voz de Fluvia que provenía del exterior, otra vez del huerto.
Inocencio no sabía si era sueño o realidad, mas como estaba soltero y hacía mucho tiempo que no había tenido mujer ni para besar sus labios, salió metido en un chubasquero rumbo al huerto y a ver si encontraba a la persona protagonista de esa voz que tenía que ser sin duda Fluvia, que, desde el submundo del Hades, lo echaba de menos… Y, en la noche, bajo la lluvia, pudo ver con sus propios ojos que la tierra estaba removida y los calabacines ya estropeados, y que allí en medio del huerto había un cuerpo echado al barro y se dio cuenta de que era el cuerpo de una mujer y que esa mujer, y esto es lo más sorprendente, era ni más ni menos que Fluvia… ¡Fluvia renacida!..., Fluvia que, sin duda, había sido levantada del camposanto y había sido atraída hasta aquí, este huerto, envuelta en barro, hasta que Inocencio, arrastrado por el amor, quiso ir hacia esa figura y acogerla con los brazos abiertos, hasta que el anciano, en su abrazo, sintió bajo la tempestuosa noche, que lo que había creído abrazar, se diluía como agua y se quedaba en aire… A la mañana siguiente todo el pueblo se enteró de que Inocencio de Esteban, había perecido en medio de su huerto y pensando los vecinos que el hombre había ido, en un arrebato de la noche de tormenta de dos días, a mirar sus famosos calabacines… y todo se debía ya a la edad…