La ventaja de vivir en los pueblos se ha vuelto a poner de manifiesto en estas semanas de confinamiento, reclusión y escasa presencia en las calles.
Salir al monte, cuidar un huerto, atender a animales domésticos, o explorar los vericuetos de un jardín han sido privilegios que no todos se pueden permitir. Es en estas pequeñas cosas donde se hace grande nuestra vida diaria. La masificación en ciudades dormitorio, bloques de pisos y casas adosadas en idénticas hileras se nos antoja insoportable, y solo el sueño con una naturaleza libre y sin corsés nos mantiene expectantes ante el cambio de un modelo de vida culpable de nuestras yagas mentales.
Desde la Asociación Arraigo confirman que en estas semanas se está incrementando la petición de familias favorables a trasladarse a los pueblos para vivir con aquellos seres queridos. En algunos ayuntamientos reciben llamadas para interesarse por viviendas de alquiler, servicios sanitarios, servicios en colegios e institutos,…
Si no hubiéramos sufrido una crisis anterior, - hace unos pocos años-, apostaría por un cambio capaz de aliviar la pandemia de la despoblación de la que se han contagiado gran parte de las zonas rurales del territorio peninsular. En esa otra convulsión, de la que todavía no nos habíamos desperezado, si avistamos cambios, pero no han cuajado en los pueblos.
El teletrabajo ha sido una falacia, y buena parte del esfuerzo de pueblos por acoger familias ha quedado varado a la espera de una nueva corriente con olas de cambio más pronunciadas.
Nos queda un as en la manga. En este periodo hemos aprendido que todo se desvanece como un castillo de naipes si se nos escapa la madre naturaleza. Las relaciones sociales como las que se viven en los pueblos, la felicidad en un bar o terraza de una localidad pequeña, aulas de colegio con menos de 15 niños, alquileres de casas por menos de 300 euros y, abrir la ventana y…respirar, …todo ello siempre estará ahí, y tiene que ser cada vez más fundamental para nuestra vida.
Si no hay retorno. Lo habrá.