Las abuelas y sus consejos cálidos y eternos
Creo que Dios quiso que mis abuelos murieran jóvenes. Tal vez porque deseaba que aquel niño travieso y soñador se criara con sus abuelas del pueblo.
. De la “yaya” Tere aprendí a sonreír a pesar de las trampas de la vida. Aprendí que a pesar de las tormentas y del frío y del miedo siempre sale de nuevo el sol. La “Tere” me mostró el rostro dulce y angelical de las cosas sencillas. Esas que se guardan en el baúl de la felicidad. La “nana” Mari me enseño que es el esfuerzo y la constancia quienes guían el camino de los sueños. Vital, alegre, sencilla y preciosa, la “Mari” fue el espejo en el que reflejarme en los momentos de mayor incertidumbre y desasosiego. La “Tere” y la “Mari” fueron hijas de la posguerra. Niñas que convivieron con el dolor, el frío y el hambre. Vagabundas de una de las épocas más tristes y cruentas que ha vivido nuestro país. Por eso, desde niñas, aprendieron a sobrevivir. Como lobas hambrientas cazando para alimentar a la manada. Siempre a punto para luchar cada batalla y vencer así la guerra, su guerra. Creo que es por eso que las echo tanto de menos. Y más ahora que el diablo anda suelto. Un virus letal creado para destruir lo más preciado que tienen los hombres, la ilusión. Ahora donde la incertidumbre lo baña todo sembrando de muerte, tristeza y soledad nuestras vidas. Apagando lentamente nuestra esperanza y destruyendo nuestros sueños. Ahora, si ahora, añoro sus besos y sus abrazos y sus sonrisas interminables a luz de un brasero y con un buen chocolate caliente. Añoro sus historias del pueblo y de nuestros pueblos. Historias de familias, de tradiciones, de costumbres, de encuentros. Historias de paz y de guerra, de tristeza y felicidad. Historias confesables e inconfesables teñidas por voces cálidas y amables. Añoro sus sabios consejos, su fuerza y su tenacidad ante las dificultades de la vida. Sí, las echo mucho de menos. Todos los días. Porque ellas pertenecen a la generación que levantó nuestro país a pesar del miedo, de la sangre, del terror, de la violencia, del hambre y del olvido. Una generación de hombres y mujeres de hierro, casi invencibles. Hormigas bregadoras que dejaron atrás sus diferencias para construir juntos un lugar mejor en el que vivir. Añoro sus palabras sencillas y amables que refugiaban mi alma los días de tormenta. Echo de menos sus vacíos de silencio que llenaban mi alma. Echo de menos sus miradas de luz infinitas. Echo de menos echarlas más de menos. Cada segundo, cada minuto, cada hora y cada día y así todos los días. Echo de menos los dulces y las siestas y los susurros y vuestros consejos. Os echo de menos. Y ahora que estamos sumidos en la guerra de soledad, la tristeza, el abandono y el silencio necesito vuestros brazos firmes y serenos para sentir que tal vez nada ha cambiado simplemente porque todo es y siempre fue... eterno
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