La última cumbre del clima celebrada en la preciosa ciudad escocesa de Glasgow es nuestra última oportunidad. La madre tierra se muere y con ella, tarde o temprano, también moriremos nosotros. Una vez más los líderes mundiales se han reunido sin lograr grandes acuerdos para frenar y cuanto antes el calentamiento global. Palabras y más palabras. Discursos vacíos. Promesas inexistentes. Vayan preparándose para una guerra sin cuartel en las trincheras. El objetivo; cambiar el rumbo del planeta y la dirección de nuestras vidas. ¿Qué camino seguir? Pues aunque no lo crean, ya está trazado y lo tenemos al alcance de nuestras manos. La respuesta la dio el gran Félix Rodríguez de la Fuente: debemos regresar a la vida de los pueblos. Estas son sus convincentes palabras. “La cultura tecnológica nos dijo está obligando al hombre a vivir en cárceles confortables, en inmensos laberintos sin horizontes, hechos de cemento, hierro y cristal”. La ciudad vista como una jungla de asfalto sedienta de soledad y aislamiento frente al pueblo como un símbolo de libertad y vida en equilibrio con la naturaleza. Para ilustrarlo, les voy a contar una breve pero maravillosa historia. A mitad del siglo XX no hacía falta reciclar nada en nuestros pueblos. Todo se reutilizaba. Mi madre con cuatro años ya alertaba de la entrada de las clientas en la histórica tienda de mi abuela Tere en Salas de los Infantes. Entonces la compra era diaria. Un jabón, un estropajo o una escoba. Cualquier cosa. Todo se envolvía en papel de periódico prestado de los bares. La venta era a granel: legumbres, fruta o galletas que cada cliente transportaba en su propio capazo o incluso, algunas veces, hasta en el delantal. Así se vendía también el vino. De las cubas y los pellejos a las botellas o garrafas. La leche fresca se dispensaba en las casas de aquellas familias que tenían la suerte de tener vacas. Existían los botes y las latas, pero apenas se compraban. Cada vecino llevaba una taza y pedía cien o doscientos gramos de tomate o de pimientos. Mi madre pesaba la taza y descontaba el dinero de la factura final. Con el tiempo llegaron las botellas de aceite y las de gaseosa. Y aun así, cada vecino llevaba su propio casco que se reutilizaba una y otra vez. Es más, nunca hubo sobras de frutas o verduras porque eran desechos que servían para alimentar a los cerdos que vivían en piaras dentro de cada hogar. Félix vivió aquella maravillosa época y hoy su voz sigue viva en nuestro recuerdo y en nuestros corazones. Yo les invito a escucharla de nuevo. Habla de equilibrio, de amor y de convivencia con la madre tierra a través de un modelo de vida casi extinguido, el que todavía atesoran, cuidan y miman muchos de nuestros pequeños pueblos.
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