Los arrecidos

Soy una arrecida. Vaya. Ya lo he dicho. Y eso que estamos viviendo un otoño dulce y bonachón con tardes de clima suave para pasear por los caminos de las solanas. 

Los matices de colores otoñales asombran por sus filigranas de oro y cobre bordados en los helechos, matorros, hayedos, robles… Toda una sinfonía del otoño abre sus espacios a nuestras miradas atentas, sorprendidas, complacientes, como si cada uno de nosotros fuéramos un Van Gogh y enmarcáramos en el cuadro de la memoria tanta belleza. “Todo que tiene valor puede tener un precio”, dice don Jacinto Benavente. A ver cómo buscamos ese comprador de paisajes otoñales: ese turista de la naturaleza que, para su asombro, descubrirá quizá la silueta de algunos ciervos excitados y ardorosos.

            Llegan las fechas del frío. En los amaneceres un sol desvalido tiñe de naranja el horizonte y apenas barre las heladas en las sombras. Las calles de los pueblos se cubren de soledades cuando la noche nos atrapa una hora antes. Tengo saldadas mis cuentas con el frío que ha sobrepasado mis escasas capacidades de reserva. Son recuerdos de una casa grande y un cobijo, la cocina, donde calentaba mis pies helados. Son tiritonas al despojarme de los vestidos para acostarme en la cama levemente cálida gracias a “la tumbilla”, al ladrillo o botella de agua calientes. Es la escuela saludando a un calor tímido, medroso. Son los gestos de soplarme las manos insensibles.  Sin embargo, me asombran las nevadas en el pinar. Mi paseo entre los pinos blancos de un bosque encantado es ineludible. Un nudo de trapos rodea mi rostro emocionado: es el reencuentro con mi identidad.

            Los que formamos esta asociación de frioleros penamos la chanza y burla de los calurosos, gente brava, musculosa, potente, que llega a desternillarse por la suma de ropajes sobre nuestros cuerpos ateridos. No vale el dicho de Góngora “Andeme yo caliente y ríase la gente”. Qué va. Ellos enseñan sus carnes descubiertas y presumen de energía vital: ¡Mira!

            A un burgalés en el infierno, con su chaquetita al hombro por si acaso, se le oyó decir: ¡Cierra la puerta que hay corriente! Pues eso, además de condenado, otro arrecido.

 

Guadalupe Fdez De La Cuesta