Cada uno en su lugar
Me nació siendo niña un cariño especial hacia los animales que circundaban por mi casa, o por los entramados de las calles, o apacentando por los montes.
Me nació siendo niña un cariño especial hacia los animales que circundaban por mi casa, o por los entramados de las calles, o apacentando por los montes. Dentro de este contexto de mi infancia y hasta llegados los años de mi juventud yo cuidaba de un caballo de pelo rojizo que era el transportista de cualquier carga, humana o material, de uso diario. Pasados los días del duro invierno el caballo pastaba en el monte por las noches. Era mi trabajo, igual que el de muchos chavales del pueblo, llevar el caballito a lugares de pasto por entre los cerros y pinares cercanos. La empatía y proximidad afectiva discurría por un camino de ida y vuelta. El se dejaba hacer y galopaba cuestas arriba, y no al contrario, para cuidar de mi seguridad que no era otra que agarrar de las crines y cabezadas y apretar las piernas contra la tripa del animal. Yo le acariciaba las orejas y cuello. Al apearme lo maneaba y nos despedíamos. No cambiaba de postura hasta que me veía desaparecer y le decía adiós con las manos. Y hasta el día siguiente.
En los pueblos convivimos con animales: perros, gatos, cabras, ovejas, gallinas, cerdos… y sabemos de cuidados y compañías próximas y respetuosas. Hemos aprendido al no maltrato y desechamos fiestas en las que, en algunos lugares, se torturaban a gallinas colgadas de una soga para arrancarles la cabeza al galope de los caballos que cruzaban bajo su patíbulo. Esta crueldad se repite en el “toro de la Vega” en Tordesillas; en el evento de tirar la cabra desde el campanario en un pueblo de Zamora. Y digo NO a cualquier tipo de agresión que pueda llevar a un animal al final de sus días o a su abandono cuando ya no sirven para satisfacer la presunción y deleite de sus dueños ¿Y los toros? Pues estaría bien el toreo sin agredir al toro con estoques y sin matarlo. Como en Portugal.
Dicho lo anterior, existe una afluencia cada vez mayor de un cuidado desmesurado de los animales domésticos rayano al despropósito. Oigo con demasiada frecuencia que “aquellas personas que no aman a los animales no son capaces de amar a los seres humanos”. A veces sucede, y todos hemos podido vivir algún ejemplo, que los amorosos animalistas marcan distancias afectivas y de respeto con aquellas asistentas que limpian sus casas o cuidan a sus mayores o realizan otras tareas bajo el techo de su hogar. Hay mesa y mantel para los dueños y el animal de turno pero se margina a los cuidadores o asistentas tanto en el lenguaje como en la localización de un asiento. También puede surgir una conversación sobre la tragedia humanitaria de los refugiados y su respuesta nada compungida puede ser: “¿Por qué no los metes en tu casa? Nada podemos hacer”.
Tengo miedo a los perros grandes. Desde pequeña. Y a los gatos retadores. No los amo. Pero creo honestamente que soy muy amiga de mis amigos, que adoro a mi familia, que quiero a mis paisanos del pueblo, a los de la comarca, a los vecinos…He querido, y mucho, a mis alumnos… En definitiva: Tengo una envoltura emocional diferente para cada uno de los dos amores: a los seres humanos y a los animales. Así por este orden.
Cada uno en su lugar.