con los poseedores de las verdades absolutas, con los seguidores inquebrantables de cualquier doctrina, con los fanáticos del mal agüero… Porque, dónde vamos a parar, antes no ocurrían estas cosas. La gente era más honrada. Y toda la vida se ha hecho lo mismo: trabajar. No como ahora, con tanta corrupción y tanto desmadre en los jóvenes. Mucho paro, si, pero nosotros, con menos recursos, tirábamos de la vida para adelante.
Transcribo una pequeña cita del libro: “La memoria desempeña un papel determinante. Pero ¡ojo!, cuando se rescata un recuerdo casi siempre es el fruto de una elucubración a partir de un dato real o inventado; rara vez es la transcripción de un hecho real conservado intacto”. Este teatro de los recuerdos lo guardamos en esa masa cerebral de la memoria al que añadimos nuevos contextos según van trascurriendo los años. Y en esta escenografía inamovible de nuestra historia no caben otras ideologías diferentes a las instaladas en nuestro campo emocional. Las de siempre. Las verdaderas.
¿Por qué es tan difícil desaprender y cambiar de opinión? Quizás deberíamos usar un libro de instrucciones para el manejo de nuestra plasticidad cerebral. Nuestras palabras hechas frases, con su semántica a cuestas, se unirían a las ajenas en esa papilla química y así, compartiríamos en camino de ida y vuelta, nuevos recursos para abordar el libre razonamiento sin más concesiones a lo que hice o dejé de hacer.
Cuando escribo, mis palabras viajan en el espacio y perforan el cielo como estrellas de un lenguaje luminoso, casi gestual. Deambulan hasta perderse en el tiempo y en el camino que ellas han trazado no viajan de regreso otras palabras ajenas con las que amasar nuevos conceptos en el campo de las emociones y del aprendizaje. ¿Y por qué necesito desaprender y cambiar de opinión si me va bien así? La respuesta resulta casi obvia: porque no soy poseedora de las verdades absolutas. Mi opinión necesita de las respuestas.
En la comunicación verbal y no verbal las palabras viajan con su contenido semántico al que se ha de añadir por fuerza el “contexto” donde fueron expresadas: lugar, estado anímico, escuchantes, lectores… Este intercambio de opiniones instala diferentes percepciones de la realidad y a lo mejor nacen nuevos sentimientos solidarios porque la solidaridad, como las palabras, necesita camino de ida y vuelta.
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