En el surco de la vida surgen, a veces, acontecimientos muy gratificantes difíciles de olvidar y que marcan una huella indeleble para el resto de los días. Deseo compartir esta vivencia personal para dejar constancia de la generosidad de las gentes de Monasterio de la Sierra que aún recuerdan a una mujer que, hace cincuenta años, dedicó un año de su vida como maestra de unos niños extraordinarios en una escuela nueva.
Estrenaba juventud y acababa de aprobar la oposición cuando llegué a mi lugar de destino próximo a Salas de los Infantes. Una familia me acogió con los brazos abiertos en su casa de la plaza. Su atención y cariño fueron los cimientos para mi adaptación al pueblo y a las tareas de mi profesión. En aquel curso, unos años antes de la diáspora de los pueblos a las ciudades, contaba con casi cincuenta alumnos. Eran unos niños dóciles, respetuosos, cordiales y hasta diría con un atractivo cariñoso que percibía en todos sus actos. Tras estas actuaciones estaban unos padres que colaboraban con los maestros en la educación de sus hijos, y ni mi juventud ni mi inexperiencia fueron obstáculos para esa entrega y respeto mutuo.
Fue en Monasterio de la Sierra donde hice el mayor de mis aprendizajes: Yo no era “repartidora de conocimientos” sin más. Yo era una “Educadora” (con mayúscula) y mi vocación se plasmó en esta escuela tras percibir una escala de valores que me han servido para gozar de esta profesión.
El alcalde actual de este pueblo, José Luis, fue uno de esos alumnos a quienes di clase en esa primera vivencia con la enseñanza en una escuela unitaria que admitía alumnos desde los seis a los catorce años. Este verano recibí su visita en Neila. Tras un reencuentro emocionado me convenció para asistir a las fiestas patronales de Los Santos Mártires que se celebraron el día 26 de septiembre.
Llegué al pueblo para asistir a los actos religiosos. José Luis me dijo que me mantuviera a su lado junto a las demás autoridades llegadas de los pueblos próximos y que no había hecho comentario alguno de mi presencia. Recorrí la procesión hasta la ermita al son de unos músicos y unos danzantes de Burgos extraordinarios. Recordé ese paseo en atardeceres otoñales cuando el ocaso del sol doraba un paisaje increíble. Terminada la misa fuimos al Ayuntamiento porque, según costumbre, había un soberbio aperitivo perfectamente preparado para los vecinos. En un estrado el alcalde pronunció unas palabras festivas. A su lado las restantes autoridades, los sacerdotes oficiantes y yo misma. Todo en silencio. Y llegó el momento: “Os voy a presentar a una persona que está a mi derecha: es Upita” (mi apelativo de entonces). Sólo decir mi nombre se produjo un estallido de aplausos y me afloraron las lágrimas. No tengo palabras para describir esos momentos. Apenas pude dar las gracias.
Fueron levantando las manos: “Es ella, es ella, la misma…” Y entre esas muestras de cariño fui reconociendo a los antiguos alumnos. Nos abrazamos y nos emocionamos entre recuerdos nunca olvidados. Entre todos fuimos rememorando aventuras, muchas de ellas vividas en horas extraescolares, en excursiones, en un viaje a Burgos, en una biblioteca nueva, en horas de clase para adolescentes… Mis sentimientos se desbordaron. Estaba viviendo un sueño. Un día inolvidable para mí.
¡Gracias al pueblo de Monasterio de la Sierra y a su alcalde, José Luis por todo lo que me habéis dado! Mi vocación se afianzó allí. ¡Gracias!