Los campanarios lanzan al espacio su proclama festiva mientras los santos recobran sus procesiones y la música trona desde unos altavoces desmesurados. Otra suerte de celebraciones tradicionales más o menos bullangueras se despliega por entre los parajes de nuestros pueblos y atrae a gentes deseosas de soltar amarras con la rutina y disfrutar de nuestra franca acogida. La orografía de nuestra comarca se viste de gala en el estío. En los días previos a las conmemoraciones retornan los hijos de la tierra, incluidos sus descendientes, que hilan sus recuerdos en retales de añoranzas. Entonces revientan las paredes de las casas y no hay hueco donde serenar la mirada, ni oídos que escuchen el silencio, ni momento para acordar un horario con un mínimo de racionalidad. Los relojes sufren el mayor descalabro para los adolescentes y menos adolescentes que olvidan su responsabilidad con la madre, o la parienta, o la abuela que carga a sus espaldas toda la estrategia del engranaje familiar.
Las fiestas y veraneos se tejen para unos estratos de la sociedad que atrapan en estas fechas el asueto y divertimento merecidos. Quizá se escamoteen unos días para la playa pero lo usual es el retorno al medio rural, a la casa del pueblo, adonde se recupera la propia identidad tras haber permanecido como ingrediente sin sustancia en la olla efervescente de una ciudad cualquiera. Al margen de estos convencionalismos sociales, los padres y abuelos, olvidados y ausentes, gastan los veranos, con sus respectivos festejos y músicas, en un descomunal trajín doméstico a prueba de una resistencia física digna del mejor corredor de fondo.
Aunque el mundo de la informática, de la genética, de la tecnología, de la medicina o de cualquier otro avance científico nos hayan fosilizado los conceptos aprendidos en la propia vida y en la escuela, el problema de la “abuelez” es un tema sin resolver. Los abuelos son los parches que taponan la sangría de unos horarios laborales inconcebibles de los padres y sus vacaciones estrechas. Son los que vigilan las noches de los niños en fiestas y demás compromisos sociales de los padres… Como un añadido, los abuelos ejercen, además, de auténticos magos para que el hogar sea el envoltorio uterino donde los niños ponen todo patas arriba, comen lo que les da la gana y dominan los espacios desde la atalaya de sus caprichos.
En los veranos los pueblos acogen el alegre bullicio de los críos que remozan los perfiles de las calles y plazas. En la sombra de los hogares esperan las comidas hechas, la mesa puesta con los platos vacíos y un reloj que marca horas extemporáneas. ¡Son fiestas!
¡Cómo se envidia el vuelo de las aves!
Guadalupe Fernández de la Cuesta