Ante el espacio en blanco de la pantalla del ordenador siempre me nace la inseguridad de cómo decir aquello que bulle por la cabeza, de cómo hilar las palabras en frases coherentes para que surja esa comunicación con el lector en un viaje de ida y vuelta.
Se ha celebrado en Madrid, con toda profusión de medios festivos y mediáticos, el día mundial del “Orgullo LGBT” (World Pride). Celebro con toda mi alma que se recuerde el respeto a la sexualidad diferente de hombres y mujeres en libertad y se haga definitivamente verdad la igualdad entre las personas después de estar sometidos a tanta persecución y hostigamiento por una sociedad puritana y politizada.
Lo que quiero contar responde a un deshago personal. Abro mi vida, que no opinión, a unos acontecimientos vividos cuando cursaba segundo año de Magisterio en Burgos. Como era mocita “de perder” viví alojada en una residencia de monjas y acudía a las clases de la Escuela Normal ubicada en la calle S. Pablo. Compartía las noches con otras estudiantes en sendas camarillas separadas por tabiques de media altura. Unas cortinas exiguas limitaban nuestra intimidad. Sucedió que una de esas noches antes de dormir se le ocurrió a mi amiga del alma lanzarme unas zapatillas por todo lo alto con una caída libre sobre mi cama. Sin pensarlo me pase a su camarilla, le despoje de mantas y sábanas –no se usaba pijama- y le propiné unos tímidos zapatillazos sobre su “pompis” cubierto, eso sí, por unas honestas bragas. En esta situación me pillo la monja cuidadora. Lo que sobrevino después no fue la reprimenda ni un castigo acorde con la falta, sino una exaltación del pecado más grave cometido entre dos mujeres. No entendimos su discurso de amoralidad con todo el peligro de un hecho tan pervertido como el de no entender el respeto que nos debíamos a nuestro cuerpo creado para ser madres. No entendimos nuestro aislamiento. A su vez comunicaron a nuestros padres la gravedad de la conducta. Nos obligamos a confesar nuestra culpa a la mayor brevedad. Como nada se podía hablar de sexualidad tardamos mucho tiempo en descifrar la idea de lesbianismo que se pudo formar la monja con nuestra actitud. Porque no otra cosa pudo acarrear tanto despropósito.
En nuestra formación académica además de las asignaturas de mas o menos calado científico y literario las chicas teníamos clases de labores; Formación del Espíritu Nacional con una permanencia de un mes con la Sección Femenina en segundo curso y Religión con ejercicios espirituales obligatorios cada año. Transcurrido un tiempo y con estos mimbres de moralidad y patriotismo dictatorial ejerzo mi docencia en Madrid. Era la época de la EGB y por contar con la especialidad en Lengua y Literatura obtenida en la UNEC pude optar a clases de segunda etapa. Uno de los alumnos, me habían advertido, era “amanerado”. Y ahí apliqué mis artes inculcadas para cambiar sus maneras de relacionarse junto a los chicos y no con las chicas como era preceptivo. Fueron pasando los días y cursos de su escolaridad conmigo y en ese extraordinario alumno veía yo el posible problema de sus preferencias sexuales. Terminó su escolaridad y con catorce años fue al instituto. Siempre me acompañó su recuerdo. Cierto día, al cabo del tiempo, me llega la trágica noticia de su suicidio.
Aún queda mucho por hacer aunque somos un país adelantado en la tolerancia con los “diferentes”. Nos importan las personas. Esto se aprende con una buena Educación (con mayúscula) Nada más.