Llega la primavera
Un sol venturoso rasga las sombras y dora las paredes de las casas en las primeras horas de la tarde.
Ansiosos por atrapar hasta los últimos rayos que tiñen de fuego el horizonte, las gentes recogen en las solanas el calor suave que huele a estreno de primavera. Las nevadas no copiosas en los meses de invierno aún coronan las cumbres de la sierra. Se anuncian brotes en los espinos y los prados se visten de verde reciente. Miramos al reloj que, indulgente, nos alarga las horas del día y los paseos se prolongan bajo una temperatura amable. Los hogares abren sus ventanas y las conversaciones se hacen pausadas aquietando la breve calidez del sol.
Mi memoria de niña se teje de soles añejos con escapadas a los prados donde, al abrigo de las cercas, jugábamos a “las madres” y al “marro”. Las mujeres tejían la lana o remendaban las ropas en los rincones donde el sol demoraba el ocaso. Como un anticipo de la primavera las cigüeñas cernían sus vuelos alrededor de la torre de la iglesia. A la vez los gitanos aparecían tras sus carros quejumbrosos arrastrados por los mulos o borricos. Arracimados bajo los toldos abovedados, viajaban sus mujeres alharaquientas, los niños de mirada redonda y múltiples cachivaches. Por la noche se veía el resplandor de sus hogueras circundadas por las sombras de los hombres que lucían rostros de fuego. Durante el día paseaban por el pueblo en busca de trabajo: ollas a los que colocar lañas para cegar las grieta; calderas de cobre para instalar remaches en los agujeros; paraguas desvencijados para componer las varillas; somieres quejicosos y destripados a los que amarrar los muelles; botes de conserva para estañar unas asas y transformarlos en jarras para el agua… Los llamábamos “Los componedores”.
Yo les tenía miedo. A los chavales “nos llevaban los gitanos” cuando desobedecíamos o hacíamos cualquier trastada. Era esa la amenaza de los mayores cuando, vencidos por nuestra testarudez, desertaban de su autoridad: “Te van a llevar los gitanos”, nos decían. Por si acaso, yo me escondía al verlos deambular por las calles porque me generaban desasosiego. A veces, una gallina de menos en el corral o el hueco de una ropa que se tendió al sol denunciaban al descuidero que había recogido algo más que los trastos para componer. Un año llegó una niña de mi edad que cantaba muy bien. Cuando me atreví a entablar un diálogo con ella supe que nos entendíamos en el mismo código de la comunicación y que los mensajes llevaban camino de ida y vuelta. Me pareció que movía el cuerpo con soltura al ritmo de su cante y yo, cómo respuesta, le tarareé una jota. Luego, juntas, acabamos bailando nuestras músicas. Y amé a su familia. Y ellos eran unos más del pueblo.
Ante los hijos y nietos de la alta tecnología, los que vamos en la tercera edad generamos anécdotas del hombre de las cavernas. Fue “ayer” cuando sucedieron estas cosas. Desde este triple salto mortal, nuestra generación acepta orgullosa el presente y sueña en un futuro esperanzador. A pesar de tanta crisis. Y del abandono rural.
“Soñé que tú me llevabas/ por una blanca vereda, /en medio del campo verde, /hacia el azul de las sierras, /hacia los montes azules/ una mañana serena/ Vive, esperanza, ¡quién sabe/ lo que se traga la tierra!”/ A.Machado.
Guadalupe Fernández de la Cuesta