Nos salimos de madre
Tengo un buen amigo al que he conocido desde su recién estrenada paternidad y ya pasa por ser un abuelo de tres nietos.
Tengo un buen amigo al que he conocido desde su recién estrenada paternidad y ya pasa por ser un abuelo de tres nietos. Nunca dejó sobras en los afectos ni a su familia ni a los amigos. Ha gastado los días dándose en generosa entrega a los demás, casi con despilfarro. En la misma medida, su apasionamiento por arrancar a su existencia rodajas de albedrío le llevó a una entusiasta guerra por defender sus parrandas ajenas a la ortodoxia convencional. En éstas le llegó el dolor reconocible de un infarto, afortunadamente, no severo. Cuando salió del hospital era un hombre humillado por las dietas, los medicamentos y la presión familiar que ha optado por no traspasar la linde de las recomendaciones médicas. Su salud es excelente pero sus relaciones sociales se evacuaron por los desagües de la intransigencia a cualquier comportamiento que su familia considere nociva para su enfermedad. Paulatinamente él va aceptando su aislamiento sin percibir, creo yo, que está siendo objeto de un maltrato psicológico.
Existe otra clase de enfermos “multimedia”. Estas personas enfermizas, siempre doloridas, se acomodan en los brazos de un padecimiento egoísta a consta del sufrido cuidador que no es consciente de estar acosado psicológicamente por los achaques simulados, o al menos, no dignos de invalidez, de la persona quejumbrosa. Por el contrario algunos ancianos son víctimas de un irremediable abandono de los hijos, o de amigos y redoblan su soledad en residencias inadecuadas Estas actitudes los transforman en seres inútiles para tomar pequeñas decisiones. No sé si estamos en la orilla o en el centro de otra modalidad de maltrato no divulgado por las redes sociales
Los que vamos cumpliendo años hemos sido educados entre miedos y sobresaltos, sobre todo en las niñas y adolescentes. Nos han conculcado la idea del pecado mortal, venial y “mixto”, del demonio, del infierno, del temor al Dios ofendido al que elevábamos nuestras plegarias y los más absurdos sacrificios para obtener el perdón por tanta maldad. Hemos sido templos del Espíritu Santo, y con ese tesoro dentro del alma, llenas de escrúpulos, marginamos a la sexualidad cuando nuestra libido cobraba las más altas cotas del desasosiego. Este concepto medieval del Dios del sufrimiento y la vida como “valle de lágrimas” en el tránsito al Más Allá, nos ha llevado a aceptar sacrificios absurdos para escalar méritos trascendentes. Desde esta filosofía del sacrificio como actitud vital nos hemos columpiado al lado opuesto adonde el sufrimiento no tiene avales. Nos examinamos el cuerpo y al alma, y al menor síntoma, acudimos al especialista de turno para retomar, en las pastillas, una dicha ficticia, sin aceptar que, por existir, la vida carga un morral de molestias y disgustos cotidianos que son pasajeros.
Debe de haber causas por las que nos conducimos de una determinada manera y no de otra, pero esas causas, con minúscula, consisten en evitar el sufrimiento de los demás, y no en provocarlo. Aquellas estrategias que valoran más los efectos que las personas no pueden encontrar amparo en la ética. Por una vez, podemos hacer la “pedorreta” a la vida y pedir al Todopoderoso que nos deje caer en la tentación. Transgredir la rigidez de las normas da mucha alegría. Por eso los mayores vamos a construirnos la vida desde esa dicha placentera que es la libertad de hacer lo que nos da la gana. Sin más.
Guadalupe Fernández de la Cuesta