Las raíces de la vida
Un sol venturoso rasga las sombras y dora las paredes de las casas en las primeras horas de la tarde en un tiempo no primaveral.
Se anuncian brotes en los espinos y los prados se visten de verde reciente. Miramos al reloj que, indulgente, nos alarga las horas del día y los paseos se prolongan bajo una temperatura amable. Los hogares abren sus ventanas y las conversaciones se hacen pausadas aquietando la breve calidez del sol. Mi memoria se teje de soles añejos con escapadas a los prados donde, al abrigo de las cercas, jugábamos a “las madres” y al “marro”. Como un anticipo de la primavera las cigüeñas cernían sus vuelos alrededor de la torre de la iglesia. ¡Que lujo!
Comienzo a escribir con mis emociones adosadas en unos compartimentos emocionales dolorosos. Según algunos investigadores de la cosa cerebral, las neuronas pueden regenerar sentimientos positivos también en las edades tardías. Para asegurar nuestro vivir razonable, no les vendría mal a nuestras células neuronales una revisión en el taller de reparaciones cognitivas y emocionales. Allí las someteríamos a un renuevo en el área de la razón y los sentimientos. Cada individuo labra el surco de su vida en los terrenos que, al nacer, le ha tocado en suerte. Luego empuja el arado que clava la reja en el terruño de sus circunstancias y anima a la yunta a caminar con el paso cansino hacia un horizonte incierto. El labrantío se agranda hasta perfiles insospechados. Es entonces cuando se trenzan los caminos, se alzan portilleras y se vislumbra el futuro hecho de probabilidades. Hasta que, un día, una valla se abre a un espacio donde ejercemos nuestros derechos y libertades. Y con estas alforjas al hombro llegamos al fin de nuestra existencia con la tierra bien labrada gracias a nuestro buen hacer.
Hay una lista interminable de gentes que cosechan un saco de proyectos y olvidan que son viejos porque su gloria es atrapar el presente sin dar descanso ni a la nostalgia, ni al abatimiento, ni a la edad. Es el único medio que se ha descubierto para vivir en plenitud. No sé donde almacenan esa sabiduría que da la edad para utilizarla en su beneficio. Es cierto que tenemos a nuestro alcance el material suficiente para ejercitar el cuerpo: paseos por el monte, un huerto que cultivar, unos arreglitos en casa… Y nos vale la lectura, el juego de la baraja, hacer cuentas, saber escuchar, elaborar proyectos, ser optimista… Pero, sobre todo, debemos aprender que el sentido último de la vida es el amor. Con él podremos aguantar las formas más temibles del infortunio. Amor a los otros y amor a nosotros mismos, pues cada ser humano tiene una enorme responsabilidad hacia su propia existencia.
Esa psicología del “amor” es del gran neurólogo y psiquiatra judío Viktor Frank, único superviviente de toda su familia tras el Holocausto de la Alemania nazi contra los judíos y autor de numerosos libros donde contagia la voluntad de amar.
“Soñé que tú me llevabas/ por una blanca vereda, /en medio del campo verde, /hacia el azul de las sierras, /hacia los montes azules/ una mañana serena/”.A. Machado.
Guadalupe Fernández de la Cuesta