Recordamos a nuestros difuntos
Los sentimientos de duelo por la ausencia de aquellos que sembraron sus vidas en el mismo surco de nuestra existencia son privativos del campo emocional de cada ser humano.
Hacer colectivo el sufrimiento en una fiesta de difuntos es la respuesta a la necesidad de un encuentro con los demás para seguir caminando, para que la muerte de nuestros seres queridos no nos quiebre el horizonte de nuestra existencia. Un rosario cantado en la noche del día I de noviembre por las calles de Neila es una tradición de este acto solidario con los vivos y los muertos.
La incineración en crematorios se va asentando como ritual de despedida de nuestros difuntos. Y no sólo es un problema de finanzas, que también, sino que surge como respuesta al cambio de valores respecto al cuerpo cuando ya no nos sirve para vivir. Sólo el alma es trascendente y en el día del Juicio Final, acudiremos a la llamada de Dios y nos pediremos una resurrección con los mismos cuerpos y almas que tuvimos pero, eso sí, en edad de merecer, ni viejos, ni enfermos terminales, ni accidentados.
Resulta jocoso, si no fuera por el respeto al dolor de los vivos, que el cura párroco de Beniparrell, pueblo de Valencia, haya decidido no rezar por los difuntos de aquellos familiares morosos en sus pagos por la remodelación del cementerio. No resulta ahora tan anacrónico que, acompañando a mi madre a un velatorio, oyera a una viuda desconsolada prometer a su marido una estancia corta en el purgatorio porque ya se encargaría ella de rezar y de decirle muchas misas. En la imaginaría cristiana podríamos encontrar a San Pedro en la entrada del Paraíso como un revisor de condenas subsanadas.
La intimidad del dolor no se aviene mucho con la escenografía floral competitiva ni con lápidas suntuosas en los camposantos porque los sentimientos carecen de toda medida. Los rezos por nuestros difuntos nacen de la necesidad de la comunicación íntima y entrañable con el ser querido que cruzó el umbral de la muerte. Las plegarias son ruegos a Dios para no olvidarlos y que no nos olviden. Ese es el consuelo de los creyentes.
Guadalupe Fernández de la Cuesta