viernes. 22.11.2024

Al son de las campanas

Conocemos bien los diferentes tañidos de las campanas de las torres de nuestras iglesias. Sabemos de los volteos en los días de fiesta mientras discurren las procesiones y rezos callejeros.

Vivimos el asombro y dolor cuando oímos los repiques de difuntos, ese tañido que se hace al sonar alternativamente dos campanas de un ritmo pausado a un ritmo vivo. Tenemos aprendido el toque ritual para las llamadas a la misa dominical u otros días de fiesta. En tiempos pasados escuchábamos su tañido en tres citas: las “largas” como anuncio del acto de la eucaristía; las “seis” para recordar la proximidad de la ceremonia; y por último las “tres”, cuando ya salía el sacerdote hacia el   altar e iniciaba los rezos con los feligreses en los bancales. Ahora sabemos de los acontecimientos litúrgicos por la hora señalada y por los golpes de campana al iniciar la ceremonia.

Hablo del toque de campanas por experimentar otra forma de lenguaje que no sea la palabra escrita ni hablada para hacernos oír. Vamos a voltearlas con ímpetu. Haremos sonar también los cencerros  y tocar los panderos u otros instrumentos musicales por las calles de las grandes urbes. Somos campaneros, pastores, pandereteros, flautistas… No hablamos de repiques de difuntos porque aún no estamos muertos. Nuestro mensaje es claro y conocido por todos: Estamos abandonados. Los pueblos se sujetan gracias a unas personas, sobre todo de edad avanzada, que a manera de las columnas griegas aguantan con firmeza la techumbre de la vida rural origen de los mayores progresos de nuestra historia no tan lejana. Y no me importa repetir mi gratitud inmensa a todos los que hacen funcionar los clubs de mayores adonde acuden los expertos para el “taller de memoria” o para “la gimnasia” en los días propuestos y que no abandonan la actitud social del juego a la baraja los sábados y domingos. Otras columnas, éstas ya catedralicias, sustentan la techumbre de la vida: los panaderos con su rutina diaria de transitar por  carreteras penosas; el camión de Roa con los alimentos que superan en calidad a los más elogiosos supermercados y en atención personalizada; los furgones de alimentos congelados a la carta; Todos en su tiempo y hora concertada. Y los bares abiertos donde nos regalan la atención a nuestras demandas y nos ayudan. Y el consumo es ínfimo. No queda otra solución que un apoyo económico municipal como “propina” a sus quehaceres de referencia social a los pueblos.  Pero una cosa es oír y otra escuchar. Ambas capacidades requieren un talento y voluntad difícil de descubrir.

Los mayores deseamos nuestros pueblos como “Residencia”. Y necesitamos una ayuda elemental para alivio de nuestras deficiencias. Puede ser que tal mensaje se reciba como una entelequia, una utopía, una salida de quicio. Escribo mi sueño: Los pueblos poseen casas municipales o se pueden costear otras viviendas. Y esos lugares pueden ser ocupados por el personal experto en la atención a los “viejos” y a sus necesidades. ¿Quién paga estos salarios u otras prebendas? Ese acuerdo se llevará a cabo entre los beneficiados por la asistencia y los entes municipales. Hay que traer gente a los pueblos vacíos. Este sueño lo plasmé en unos versos neilenses: “Huelo tu aliento y escucho tu agonía/ danza de sombras, sabor a tierra/. Nunca seré yo sin mis raíces/. El aire que respiro/ bramando viene desde la sierra”/

 

            Guadalupe Fernández de la Cuesta

 

 

 

 

 

 

Al son de las campanas