Las carreteras sufren la hemorragia de coches que desangran a los pueblos de gentes arraigadas en tierras foráneas al encuentro de un devenir más próspero. Los pueblos se vacían de vida.
Nunca he sido seducida por una estancia en la playa en los meses de julio o agosto y por lo tanto, según los cánones sociales, no ostento título de veraneante. No puedo presumir de apartamento playero, ni de estancias en hoteles de la costa, ni de lucir moreno, ni de olor a mar.
He visto a través de la tele concentraciones masivas de cuerpos untosos y grasientos, masas de chicha tostada bajo el sol, en un deambular indeciso y vacilante junto al lamido de las olas en las playas de moda. Los bañistas se agitan de un lado a otro como picatostes engullidos por el mar, y poco después aparecen en la orilla sin otro deseo que el de encontrar un hueco donde aparezca la arena y el milagro de una sombrilla. Yo no percibo en ese contexto el placer del descanso y sosiego de unas vacaciones; ni la poesía del mar junto al cielo azul en un horizonte sin límites; ni el rumor de un oleaje acompasado, sereno y sin agobios. Todo lo contrario. El estado de ansiedad y el acaloramiento se cebarán en aquellos que sueñan en la calma de un baño en el batir de olas y la serena quietud en el ambiente.
Los poderosos observan desde las atalayas de sus barcos las masas de cuerpos tostados bajo el sol y se alejan de la olla de agua salada donde bulle el cocedero de los veraneantes. Los imitadores de los ricos se sienten identificados por el mismo mar y sol que anula las diferencias en la piel morena. Esta vivencia emocional lo han percibido los especuladores afectados del virus de la construcción con efectos exterminadores para el paisaje costero.
Me gustan las playas. En orillas del mar tengo grabadas sensaciones inolvidables: Hundir los pies en la arena que besan las olas cuando los últimos rayos del sol tiñen de fuego y plata el horizonte marino; perseguir los embates de las olas en las rompientes de los acantilados; alargar la mirada más allá del horizonte donde se escriben los secretos de navegantes en las aguas profundas de los océanos… Toda esa inmensidad de agua me embelesa.
Sin embargo por mis venas circula la savia de los pinos. Es por entre las montañas de laderas boscosas donde localizo mis genes y el entretenimiento veraniego. En la catedral de un pinar mi espíritu trepa por los pinos erguidos hasta perforar el cielo y me hallo en la misma gloria. Luego, en el pueblo con sus aromas singulares, practico la charla con calma; el andar sosegado por caminos donde se acompasan armónicos rumores del viento, arroyos, cencerros, voces lejanas… Las noches silenciosas y el despertar luminoso son los mejores correctivos para los malos humores. Por añadidura celebramos fiestas adonde concurrimos todos con ganas de bureo y alegría por el encuentro con viejos amigos. ¿Hay quién dé más?
En nuestros pueblos resucitará un nuevo turismo, una forma inteligente de veranear. ¿Se ha oído a nuestros políticos hablar de la España rural? Pues eso. Ellos son los poderosos del yate. No nos ven ni de lejos.