Yo fui un niño feliz. O como diría el escritor Mirko Badiale, de esos en los que se debería poner un cartel que dijera “Tratar con cuidado, contiene sueños”. Tuve una infancia maravillosa. Una infancia que terminó por ser mi patria chica y el lugar al que regresan siempre mis recuerdos. Si, fui un mocoso feliz. Sobre todo los domingos. Por que el cole estaba guay, pero me gustaba mucho más la libertad. Recuerdo que mi madre sonriente nos daba a mis hermanos y a mí una propina de 35 pesetas. Para ella una fortuna que debíamos gastar con cautela y sin derroches. ¡Una fortuna! ¡Era un niño, pero no era tonto!. ¡35 pesetas¡ ¿Qué podía hacer yo con 35 pesetas? Aquello era calderilla. Por eso tocaba agudizar el ingenio si se quería sobrevivir. Y todo empezaba con la propina de la iglesia. Esa era para Dios. Pero yo hablaba con él para que entendiera que el necesitado era yo. Por eso el bolsillo sonreía y aplaudía cuando le caían más o menos otras 20 pesetas. Aun así, aquella calderilla no servía para cubrir los vicios y las felicidades de un niño a finales de los ochenta. Por eso, después de la eucaristía, llegaba la peregrinación a casa de las abuelas. Caían dos besos, tres abrazos y cuatro cuentos. Y yo, al primer despiste, llegaba silencioso hasta sus bolsos para arramplar algún billetito de los de entonces. Era un hurtillo humilde, sin importancia. Eso le decía siempre a Dios tras cometer las tropelías. Había que estar a buenas con el jefe supremo. Así, hechos los deberes, comenzaba a las doce uno de los rituales mágicos más maravillosos de toda mi tierna infancia. Con las manos sudorosas y llenas de monedas y billetes me dirigía con mi pícara sonrisa hasta la sala de máquinas de la Ceci. Si existe el cielo, en aquella época estaba localizado allí. Abrazaba a mis amigos y me dirigía a la tienda de las chuches. Y compraba cebolletas, pepinillos, chupa chuses, pastelitos, gominolas y una coca cola bien fresquita. Cambiaba los billetes por monedas y me dirigía a disfrutar del edén. Y jugaba y jugaba toda la mañana. Y flipaba horas y horas con las maquinitas de guerra, las de los zombis, las de supervivencia, las del fútbol y también las de marcianitos. ¡Eso si era ser feliz! Lo que ocurre es que todo lo que sube tiene que bajar. Y a veces, no siempre, mi padre aparecía por allí. Y preguntaba a la Ceci por mí. Y la Ceci me delataba. Y me buscaba como un perro sabueso excitado olfateando el rastro del delincuente. Y así terminaba mi sueño, mi felicidad y la sonrisa que había envuelto mi rostro toda la mañana. Y sí, caían dos ostias bien dadas. Pero eso era lo de menos. Mis bolsillos estaban limpios y mi felicidad permanecía intacta y llena. Y si, yo fui un niño feliz, sobre todo los domingos a partir de las doce…