Todas las excursiones de la Asociación Micológica de Navaleno tienen mucho que contar. En esta ocasión, entre la preocupación y la anécdota, lo más frenético del viaje ha sido el recorrido por la zona norte de la comarca de Las Hurdes, con un autobús de notables dimensiones y 59 plazas, serpenteando por estrechas e incómodas carreteras de firme inestable y plagadas de curvas, algunas tan cerradas, que parecía imposible poder circular con ellas con un vehículo de tamaña dimensión.
En Riomalo de Abajo, el tiempo ha dejado sellado el paso del abandono. Hay casas que ya no despiertan a la civilización. Tejados semihundidos, paredes sobre las que la vegetación se expande como parte de un campo salvaje, una urbanización amontonada y escasa que envuelve a no más de una decena de habitantes atrapados por el fin de un camino tortuoso, que nos recuerda a las escenas fílmicas de Buñuel.
El grupo, quien quiso una vez desatascado el autobús, hizo el recorrido a pie entre Riomalo y Ladrillar, a la vera del río. Una naturaleza que asoma entre la primavera tardía arropa un agua cristalina, mientras la senda virgen se abre para recibir a los viandantes, junto al río que suena.
Ya es primavera. Se nota en los frutales en flor, el verdor de las laderas, el sol que empieza a castigar... De Ladrillar a Ríomalo de Abajo, donde imaginamos el meandro, ya que por hora y por fuerzas se hace inviable la subida. Y de allí a Monsagro cruzando por La Alberca. ¡Sorpresa¡. Un desvío por el puente de piedra del río Francia. Parece imposible pasar con semejante autobús. Los consejos y guía de Bene, y el buen temple de José Luis, el conductor hace posible lo que parecía un obstáculo letal.
Y llegamos a Monsagro, después de pasar cerca del Pico de Francia, cruzando Las Batuetas, con hambre y hastío. Y probamos las patatas meneas y el ibérico en su juego. De vuelta a Ciudad Rodrigo, nos espera Beatriz, entre un montón de anécdotas y datos sobre los robustos edificios de la ciudad. Queda la noche, y poca marcha nos acompaña en los garitos mirobrigenses.
Ya en la mañana del lunes, entramos en la Catedral, pasamos buen rato en La Alberca, comemos un tostón de muerte en Tamames, breve parada en Tordesillas, y cada mochuelo a su olivo, con el regusto de haberlo pasado bien, que siempre permanece.