Vemos pasar los días guarecidos en el calor del hogar .donde se ha ido cosiendo en el tejido del tiempo todo un entramado emocional. En nuestra casa se van quedando por entre los cajones de los armarios retazos de la vida ya hecha como mojones en los sembrados. Guardamos lo que fuimos cuando compramos los primeros ajuares de casa, aquel cacharro especial ahora inútil, las fotos en blanco y negro de juventud, un objeto familiar heredado… Y por encima de los muebles, estorbando, algunos adornos que nos regalaron, retratos enmarcados, libros, cachivaches y sobre todo la tele, en ese lugar preferente adonde nos acerca el acomodo de un sillón o el sofá. En toda la casa se desparrama nuestra personalidad, nuestra idiosincrasia y el aroma de un hogar único: el nuestro.
No nos fue fácil tener una casa para construir un hogar. Pedimos préstamos y nos hipotecamos, claro, y con un aval. Pero entonces ni ahora vivimos por encima de nuestras posibilidades. Hacemos las cuentas y sumamos el haber de unos sueldos y el deber de los pagos. Contábamos entonces con cierta estabilidad en el trabajo, lo mismo que intuyeron nuestros jóvenes cuando iniciaron su vida independiente. Llevábamos una vida austera para trasformar el ahorro en un dormitorio, en una cocina, en un sofá…
Esa masa de hijos de la clase media compró su casa o su piso ante un futuro diáfano dibujado en la raya del horizonte. Muchos padres los avalaron con su hogar ya conquistado y vivido muchos años. Pero llegó la tormenta, el tsunami, y reventaron las casas hipotecadas por los Bancos. También el hogar que vio pasar tantos inviernos tras los cristales, la de los padres. Para todos llegó esa palabra maldita: el desahucio por no pagar los créditos. En los Bancos yacen los hogares de estas gentes. Son despojos con rostro humano mezclados con las ayudas que han repuesto a la Banca. La injusticia llama demasiadas veces a las puertas de los desheredados, de los pobres, de los que confían en la buena fe de los que atrapan el poder y el dinero.