Después de varios años viviendo en el sur de Francia, mis padres solo pensaban en volver al pueblo. Su empresa les había destinado allí, y al principio todo eran novedades e ilusión: los nuevos puestos, conocer la zona, adecentar el piso… Pero poco a poco, esa ilusión fue dando paso a la nostalgia, y después de un tiempo solo tenían ganas de volver.
Mi padre, en sus tardes de soledad, había tenido una idea: convertir el gran caserón del pueblo en una casa rural. Y mi madre no pudo estar más de acuerdo. La verdad es que era una casa preciosa. Databa del s. XVIII, algo de lo que mi padre se sentía muy orgulloso, y la había heredado de sus abuelos. Ambos se habían esmerado mucho en conservarla tal y como eran las casas típicas en aquella época: vigas de madera, suelo hidráulico… incluso había aparecido en alguna revista de decoración. De repente aquel sueño estaba al alcance de su mano, y no dudaron en luchar por él: dejaron su trabajo en la fábrica y volvieron a casa.
Empezaron las obras y aquello fue una locura total entre ruido, presupuestos, picotazos, imprevistos… Todos ayudábamos en lo que podíamos: limpiar, hacer recados, restaurar muebles que encontrábamos en anticuarios y ferias de antigüedades… Y cuando un día parecía que no íbamos a poder más, los albañiles se fueron, fregamos el último escalón, colocamos el último cojín en lo que llamábamos la “suite rural”, y colgamos nuestro cartel de “abierto”.
Y allí estábamos mi padre y yo admirándolo embobados, con las primeras reservas para el fin de semana hechas, y los nervios a flor de piel. Porque ahora todos trabajaríamos en la casa: mi madre en recepción; mi padre sería el manitas, pendiente del jardín y los arreglos… mi hermana, que acababa de terminar sus estudios, llevaría el papeleo y la contabilidad, y yo pediría una excedencia en el ayuntamiento, donde era administrativa, para dedicarme a los clientes y ocuparme de lo que hiciera falta. Incluso mi hermano, que era un gran chef y vivía en Nueva York, cambiaría la gran manzana por su pueblo, y se ocuparía del restaurante. Hasta soñaba con conseguir desde aquí una estrella “Michelín”.
Yo aún veía muy lejano que la casa funcionara bien, que el restaurante se llenara, pero pensaba… ¿por qué no? Este puede ser el año en el que todos nuestros sueños se cumplan.