En mi pueblo se ha celebrado un concurso de torrijas. Ha sido muy divertido, y hemos pasado un día genial.
No importa que la Semana Santa haya pasado hace ya unos cuantos días, la lluvia no nos permitió celebrarlo al aire libre como teníamos pensado, y se decidió posponerlo hasta que el clima nos diera tregua.
Las bases eran simples: cualquier vecino podía apuntarse y presentar sus torrijas caseras, en categoría adulto o infantil. El jurado serían vecinos elegidos al azar, (sí, entre ellos yo, qué afortunada), además del alcalde como invitado de honor.
Todo empezó bien, yo creo que había unos 60 vecinos participando, y unos 20 niños en la categoría infantil. Se pueden imaginar cómo acabamos el día después de probar 80 torrijas.
El caso es que el tiempo acompañaba, hacía sol, y empezamos el concurso con las infantiles, que me sorprendieron bastante, algunos peques son muy creativos y se animaron a añadir especias, coberturas, chuches… ¡De aquí a MasterChef!
Cuando llegó el turno de los adultos, yo ya casi no podía más. Les daba un bocado pequeño, y dejaba cada una en un plato para saber cuál era, con pequeñas anotaciones en mi libreta. Llegó un punto en el que todas me sabían igual, y no me di cuenta del desastre que se avecinaba.
Debía ser la torrija número tres mil porque yo ya estaba a tope. Le di un bocadito, bebí un trago de agua, y le di lo que quedaba a mi hijo. En cuanto la mordió, la escupió diciendo: “esto está asqueroso”. Yo le miraba muerta de vergüenza, pues el autor estaba allí mismo. Volví a coger la torrija y le di un bocado más grande. Casi me muero. El “azúcar” que bañaba la torrija no era tal. Estaba completamente bañada en sal. El cocinero no sabía dónde meterse, pero allí estábamos todos muertos de risa. Tanto fue así, que acabamos dándole el tercer premio solo por el buen rato que nos había hecho pasar.
Un gran día que acabo en risas y baile en la plaza. Cierto que mi estómago no podía más, pero yo, si puedo, el año que viene, ¡repito!