Desde aquel día que abrí la verja de mi nueva vida, ya había pasado un año. Recuerdo como si fuera un sueño las palabras del abogado mientras me acompañaba por las estancias de la casa, y por aquellas filas interminables de viñas y viñas.
Según decía, el anciano había dejado dispuesto también cierto dinero, con el que todos los gastos de la casa, incluidos los sueldos de las personas que allí trabajaban, estaban cubiertos al menos durante un año. Yo solo tenía que hacer que el trabajo no parara tras su marcha, que la tierra se siguiera trabajando, las uvas vendiendo, y la casa habitada.
Esa casa era una auténtica joya. Muebles antiguos, cortinas de terciopelo, suelos de madera… Vajillas de porcelana y cuberterías de plata. Todas esas cosas se habían mantenido a mi llegada, pero se había retirado todo lo que pudiera constituir un recuerdo. Y ya para terminar de rematar, tenía piscina, y dos coches antiguos que eran una maravilla.
El año había sido duro, había que hacer frente a miles de dudas, tuve que aprender a marchas forzadas, porque allí había personas cuyos trabajos dependían enteramente de mí y de lo que hiciera con aquellas viñas. Sí, muy muy difícil.
Pero ahora, sentada en un bonito sillón de mimbre, en la terraza del salón desde donde se divisaban todas las tierras, mis tierras, hacía balance y me sentía orgullosa. Porque había sido capaz de sacar todo aquello adelante, de aprender, de caerme y aun así volver a levantarme, y sobre todo de vencer la tentación de vender todo aquello y olvidarme, y pegarme la gran vida con lo que pudiera sacar.
A veces me gusta pensar que desde allí arriba, el anciano me da las gracias por continuar con su legado. Sin embargo, otras veces me siento una impostora. Como que este no es mi lugar ni he hecho nada por merecerlo. Así que cada día, cuando me levanto, por el anciano y estas familias, trabajo duro para ganarme lo que, por pura casualidad, me encontré un día.