Notaba el suelo frío en mis pies descalzos, pero permanecía asomada por una rendija de la puerta escuchando hablar a los abuelos a lo lejos, hasta que el abuelo salió de pronto, cogió su sombrero, y cerró la puerta de la calle tras de sí. Pasaba la mañana pesadamente, entre risas de los primos, el chup chup del potaje de la abuela, y los preparativos de los adultos que se iban a la compra.
Por fin el abuelo regresó con un paquete enorme y la abuela sonreía mirándonos a todos, pero sin mediar palabra.
Aquella misteriosa mañana de un mes de julio cualquiera, el abuelo había salido sigilosamente a comprar, nada más y nada menos, que una piscina para nosotros. Una maravillosa piscina que nos haría pasar los mejores veranos de nuestra vida. Saltábamos por toda la casa con la emoción rebosando, nos decíamos los unos a los otros lo bonita que era, el azul tan brillante, mi prima incluso empezó a inflar la pelota para meterla en el agua.
Supongo que no hace falta decir que no paramos hasta que el abuelo la dejó montada en el patio. Nunca hemos prestado tanta atención como aquel día a los movimientos precisos que hacía el abuelo para dejar todo bien montado, este hierro con este otro para montar la esquina, ahora pásame el destornillador, prepara el saquito del cloro para el mantenimiento del agua, y por fin, abre el grifo.
El agua caía alegremente por la manguera verde, demasiado despacio para nuestra paciencia infantil, brillante, limpia… Cuando por fin se cerró el grifo y la vimos montada, corrimos a por nuestros bañadores y nuestra sorpresa fue mayúscula cuando vimos que el abuelo ya se había metido. Llegamos corriendo y salpicando, echándole agua, tirándonos la pelota unos a otros…
Aquel fue un gran verano, que vendría seguido de muchos más en la sufrida piscina, que el abuelo arreglaba de vez en cuando con algún parche. Creo que todos lloramos, ya adultos, cuando no quedó más remedio que tirarla. Pero nadie nos podría quitar ya aquellos momentos felices que quedarían en nuestro recuerdo para siempre.