No me lo podía creer. Todos los días pasaba por delante de la administración de lotería y nunca se me ocurría comprar nada. No creo en la suerte, y la probabilidad o la estadística no es lo mío, así que paso de largo día tras día. Solo para el sorteo de navidad suelo llevar alguna participación de la empresa, por aquello de que, si toca, que nos toque a todos, pero ya está. Nada más.
Pero la semana pasada volvía del trabajo charlando con mi compañero, y se detuvo a echar la quiniela, como hace cada semana. Le acompañé dentro, y no sé si fue el destino, si fue un pálpito o qué, pero allí estaba el décimo, con un cuadro de Van Gogh a la derecha y un número cualquiera a la izquierda.
Un número al azar, que no significaba nada especial para mí, pero que por algún motivo me atrajo. Sonaba bien, musical… Bromeé con un “vamos a ver si hay suerte”, y lo compré.
Lo guardé en el fondo de la cartera, sin ninguna intención, un poco arrepentido incluso de haber sucumbido a los juegos de azar, y allí pasó varios días olvidado, hasta que, al llegar al trabajo, mi amigo me comentó entre risas que la administración donde echaba la quiniela había vendido un premio importante, pero que no había sido a él.
Me quedé serio un momento, y saqué mi cartera. Cogí el periódico que siempre rondaba por allí, y comprobé el número. Allí estaba, no había duda. Me había tocado. ¡¡Me había tocado!! Y sí, era un premio generoso, no para retirarme, pero sí para emprender mi pequeño sueño.
Voy a dejar mi empleo. Aquella casita rural que imaginaba a mis 20 años, cuando tuve que salir del pueblo a trabajar en la ciudad, y que veía imposible, está cada vez más cerca. Poder volver a mi infancia, desayunar con calma mirando las montañas, pasear con mi padre por las tardes mientras me cuenta lo que fue un día aquel solar o aquella cerca; ver a mi madre tejer un gorro para mis sobrinos, jugar con ellos en el campo…
Ya nada me ata a esta ciudad gris que me dio cobijo un día, y a la que me fui acostumbrando y amoldando, a la que estaré siempre agradecido, pero que no es la mía. Mis amigos creen que estoy loco, y que no sabré vivir de nuevo en el pueblo. Y yo pienso, aunque no se lo digo, que los locos son, precisamente, mis amigos.