Hoy mi primo Luis ha vuelto al pueblo. Salió con 18 años, cuando ya no podía más, a buscarse la vida a Madrid. Su padre le había echado de casa porque Luis era… diferente. A Luis no se le veía con las muchachas en la verbena del pueblo; a Luis le gustaba pintarse los labios cuando nadie le veía… Y eso para su padre era casi una deshonra.
En Madrid le acogió una prima lejana, que le dio techo sin preguntar mucho, y mi primo, que era valiente y listo como un zorro, enseguida encontró trabajo. A los 22 se compró un piso y se fue a vivir solo. A los 25 conducía un buen coche. Después empezó a estudiar, nunca dejó de aprender, se forjó una carrera y se hizo un hombre importante.
Nunca volvió al pueblo, para gran dolor de mi tía Ascensión, su madre, que leía sus cartas a escondidas en la cocina y se enjugaba las lágrimas con el viejo paño a cuadros que siempre llevaba. Para mi tío, mi primo Luis no existía. Y casi para el resto del pueblo. Algunas vecinas y parientes le preguntaban a mi tía, y ella intentaba siempre presumir de lo listo que era y lo bien que le iba en la capital, y dejaba en el aire la respuesta a la eterna pregunta: ¿Cuándo viene?
Yo nunca perdí el contacto con él. Fui a su boda con Álvaro, que celebramos por todo lo alto, y estuve a su lado cuando adoptó a sus hijos. En esa ocasión, me llevé a la tía Ascensión a conocer a sus nietos. Lloraba emocionada, sin soltar la mano de su hijo. Guardó en su cartera la foto de los niños, y las miraba de reojo, suspirando, cuando nadie la veía.
Hoy los cuatro, mi primo y su familia, se han bajado del coche circunspectos. En la puerta del cementerio nos han abrazado a algunos familiares. Mi tío miraba de lejos a los críos. Luis no quería mirarle, pero las lágrimas por sus mejillas le delataban. Entonces mi tío se ha acercado, ha hecho una caricia tímida a los niños, ha mirado a Luis y le ha abrazado, sin mediar palabra. Y yo, espectadora lejana, he querido pensar que mi tía Ascensión sonríe desde el cielo pensando que una nueva oportunidad es siempre posible.