La abuela se detenía en todas las tiendas de tela que había detrás de la Plaza Mayor, a preguntar los precios o si tenían un tipo u otro de tela, y yo empezaba a arrepentirme de haberme ido con ella... Habíamos cogido el tranvía desde nuestro barrio hasta el centro, muy temprano, porque a la abuela no le gustaba encontrarse con todo el gentío al medio día, ni con los turistas que empezaban a llegar a nuestro país desde diversos puntos de Europa. El resultado es que yo ya estaba cansada, y empezaba a tener un poco de hambre.
En ese momento, nos adelantó un grupo de colegiales, todos iguales, con sus sombreritos y sus pantalones cortos, precedidos de una monja con ancha toca y hábito negro. Me miró amenazante cuando tropecé con ella mientras jugaba a saltar las líneas de la acera, y corrí a refugiarme en las faldas de la abuela. Pero ella ya entraba en otro comercio, sin hacerme mucho caso y, en un ataque de valentía, le saqué la lengua a aquella monja, mientras me metía yo también en la tienda, entre metros y metros de telas.
Siempre pensaba que para la abuela aquello debía ser algo parecido al paraíso. Igual que yo me lo imaginaba con dulces y bollos de los que apenas podíamos comer en el día a día, para ella la costura, las telas y los hilos, debían ser su golosina particular.
- ¿Quieres un dulce para almorzar? –dijo de repente la abuela, como si me leyera el pensamiento.
Y mientras saboreaba la napolitana de chocolate que me había pedido en La Mallorquina, pensaba en que no recordaba ni un solo día en el que la máquina de coser no estuviera funcionando en casa de la abuela. Yo pasaba con ella casi todas las tardes, en su pequeño piso de Chamberí. Mi madre se quedaba en casa con mis hermanos, mientras cosía unas camisas para un taller de Carabanchel, y mi padre trabajaba en un ultramarinos. Y yo, aprovechaba y me bajaba a casa de la abuela, que vivía apenas a dos calles, con la excusa de que me iba a enseñar a coser. Ella lo intentaba, pero yo no tenía ni la paciencia ni la maña necesaria para tan ardua tarea.
Terminábamos poniendo la radio, y en cuanto salía una canción de Marisol o de Concha Piquer, daba igual, cantaba y bailaba por el salón lleno de hilos, mientras la abuela reía y canturreaba a su vez, sin apartar, eso sí, su cansada vista de aquel montón inmenso de labores.