16 de abril de 2020, 15:15
El Viernes Santo la actividad en la cocina empezaba temprano, y era frenética. Nos reuníamos toda la familia a comer en casa de los abuelos, y se preparaban todos los platos típicos de estas fechas.
Las mujeres de la casa se encargaban de la cocina: la abuela se levantaba temprano y empezaba con el potaje y el arroz con leche, que dejaba cocer a fuego lento toda la mañana.
Mis tías y mi madre se encargaban de la tortilla de patatas y de freír el bacalao que dejarían para la cena. Y entre todas, como una buena cadena de producción, se ponían con el ritual de las torrijas: una cortaba el pan, otra lo pasaba por huevo, otra freía, otra echaba azúcar por encima… Era un gusto verlas en orden, alrededor de la mesa de la cocina, como si llevaran un mes ensayando aquellos gestos.
Los hombres, por su parte, se encargaban de la casa. El abuelo cortaba las flores que empezaban a brotar en el patio, y colocaba jarrones por el salón y la cocina, incluido uno más grande en el centro de la mesa en la que íbamos a comer. Los tíos iban barriendo, poniendo la mesa, ventilando las habitaciones… y hacia el final de la mañana, cuando ya todo estaba encarrilado, montaban un aperitivo. Si hacía buen tiempo, en el patio, y si hacía frío, en la cocina. Patatas fritas, aceitunas, un vinito que habíamos ido a comprar a la misma bodega, refresco para los niños…
Y los pequeños nos dedicábamos, básicamente, a enredar: pasábamos por la cocina a probar una torrija, salíamos al patio a ayudar a coger flores, corríamos riendo por toda la casa llenándola de ruido y juegos, hasta que por fin nos sentábamos a la mesa. “Yo al lado de tal”, “Yo quiero esa silla…”
Y aunque el potaje no era nuestro plato preferido, aquel día, todos los primos juntos, en el pueblo, era uno de nuestros favoritos de todo el año. Recuerdo las risas alrededor de la mesa, los “cómetelo todo” o “deja ya las patatas fritas”, la celebración con cada plato que salía… Y aguardar impacientes el hornazo del domingo, con su huevo duro en el centro.
Allí no teníamos nada y lo teníamos todo. No había consolas, no había internet ni móvil. Solo una mesa llena de platos ricos y gente sencilla, familia compartiendo un rato un día cualquiera, aparentemente intrascendente, pero que quedaría grabado en nosotros para siempre.
Las mujeres de la casa se encargaban de la cocina: la abuela se levantaba temprano y empezaba con el potaje y el arroz con leche, que dejaba cocer a fuego lento toda la mañana.
Mis tías y mi madre se encargaban de la tortilla de patatas y de freír el bacalao que dejarían para la cena. Y entre todas, como una buena cadena de producción, se ponían con el ritual de las torrijas: una cortaba el pan, otra lo pasaba por huevo, otra freía, otra echaba azúcar por encima… Era un gusto verlas en orden, alrededor de la mesa de la cocina, como si llevaran un mes ensayando aquellos gestos.
Los hombres, por su parte, se encargaban de la casa. El abuelo cortaba las flores que empezaban a brotar en el patio, y colocaba jarrones por el salón y la cocina, incluido uno más grande en el centro de la mesa en la que íbamos a comer. Los tíos iban barriendo, poniendo la mesa, ventilando las habitaciones… y hacia el final de la mañana, cuando ya todo estaba encarrilado, montaban un aperitivo. Si hacía buen tiempo, en el patio, y si hacía frío, en la cocina. Patatas fritas, aceitunas, un vinito que habíamos ido a comprar a la misma bodega, refresco para los niños…
Y los pequeños nos dedicábamos, básicamente, a enredar: pasábamos por la cocina a probar una torrija, salíamos al patio a ayudar a coger flores, corríamos riendo por toda la casa llenándola de ruido y juegos, hasta que por fin nos sentábamos a la mesa. “Yo al lado de tal”, “Yo quiero esa silla…”
Y aunque el potaje no era nuestro plato preferido, aquel día, todos los primos juntos, en el pueblo, era uno de nuestros favoritos de todo el año. Recuerdo las risas alrededor de la mesa, los “cómetelo todo” o “deja ya las patatas fritas”, la celebración con cada plato que salía… Y aguardar impacientes el hornazo del domingo, con su huevo duro en el centro.
Allí no teníamos nada y lo teníamos todo. No había consolas, no había internet ni móvil. Solo una mesa llena de platos ricos y gente sencilla, familia compartiendo un rato un día cualquiera, aparentemente intrascendente, pero que quedaría grabado en nosotros para siempre.