Entre papeles, balances e informes, Joaquín no levantaba la cabeza de la mesa del despacho en las ocho horas que duraba su jornada. Después, solía quedarse todavía un rato repasando el trabajo de su equipo. No es que no confiara en ellos, es que no podía evitar tener todo bajo control.
Aquel día, el reloj marcaba ya las nueve menos cuarto… Empezaba a anochecer al otro lado de los cristales, es esos últimos días del verano. De repente empezó a agobiarse, sentía mucho calor, y un leve hormigueo le subía por el brazo izquierdo.
No le dio importancia, era tarde, estaba cansado, y todavía en la calle las temperaturas eran altas. Se aflojó la corbata y bajó los grados del aire acondicionado. Hubiera preferido un poco de aire fresco, pero en aquella oficina del piso 18, las ventanas no podían abrirse.
Olga se asomó a la puerta del despacho, para ver si aquel señor que nunca se iba antes de las nueve, ya se había marchado y podía limpiar su despacho. Se saludaron como siempre, Joaquín carraspeó y se apretó la corbata de nuevo. Le parecía tan atractiva… Algún día tenía que atreverse a invitarla a un café. O mejor a cenar, que seguro que al terminar la jornada estaba hambrienta, a esas horas…
Intercambiaban de vez en cuando alguna conversación trivial mientras Joaquín recogía y Olga pasaba el aspirador a la moqueta: sobre el tiempo o lo mal que estaba la vida, y otras típicas conversaciones de ascensor. Pero gracia a ellas, Joaquín sabía que Olga no estaba casada, había venido a vivir a Madrid desde su pueblo natal en Extremadura siendo niña, y tenía dos hijos de veintitantos años que ya hacían su vida.
Olga, por su parte, sabía que Joaquín era un madrileño cincuentón y solitario, que nunca se había casado, aunque llegó a estar prometido una vez, hace muchos años. No tenía hijos, y vivía solo con dos gatos a los que, siendo sinceros, no veía demasiado.
Continuará…