En las frías tardes de noviembre, se sentaba a leer envuelta en una manta, en un pequeño sillón junto a la ventana. Apuraba la luz del sol todo lo que podía, pero cerca de las seis, ya no le quedaba más remedio que encender la desnuda bombilla de su vieja lámpara.
Se reconocía en las historias antiguas que leía, y le gustaba. Era como mantener vivos los recuerdos en su memoria, ahora que cada vez le fallaba más.
Ella había sido una de aquellas jóvenes que, en los años 40, se había marchado a la capital, para ponerse a servir, y mandar así algún dinero al pueblo, donde permanecían sus padres y sus tres hermanos. Los mayores ya trabajaban en el campo con su padre y su abuelo, en la casa grande como solían llamar a las tierras de uno de los ricachones del pueblo. No se quejaban, pero su mísero sueldo apenas llegaba. El pequeño iba al colegio, gracias en parte a lo poco que ella mandaba desde la capital. Ahorraba cada céntimo para que su hermano pudiera estudiar, porque era lo que a ella le hubiera gustado hacer.
Soñaba cada noche con libros, plumas, y tinteros, un lápiz quizá. Sería maestra. Así no dejaría nunca de leer y de estudiar, de aprender. Cuando llegaban las navidades, fantaseaba con la idea de que volvería a la escuela, en la que apenas había estado unos años, o con un simple libro. Pero tenía que conformarse con algún jersey heredado o, a veces, nada.
Con apenas catorce años entró al servicio de aquella familia rica, después de haber estado cosiendo en un taller de su pueblo. Primero planchando, luego lavando y cuidando a los niños, después de chica para todo. Con los años se ganó la confianza de todos, y todos la querían.
Sin embargo, uno de sus mejores recuerdos siempre sería cuando, detrás de aquella puerta marrón, descubrió una de las mayores bibliotecas que había visto nunca.
Quizá no tuviera mucho dinero, ni podría estudiar. Pero ya no sería pobre nunca más.