Un buen escritor sabe que las mejores historias las guarda su alma. Por eso siempre busca las huellas que va dejando su propia vida. Huellas imborrables tatuadas en el corazón por el tiempo que las va domando hasta hacerlas casi desaparecer. Recuerdos de lugares, de momentos, de sonrisas, de desencuentros, de sueños y también, a veces, de cierta felicidad. Y es que un buen escritor es cómo el viento del norte. Agita sus relatos como si fueran hojas mecidas por la brisa del otoño. Hojas que aparecen y desaparecen y que son más bellas cuando cambian de color. David Desola Mediavilla nació en un barrio obrero de Barcelona allá por 1971. La ciudad condal recibía entonces a miles de inmigrantes que buscaban un refugio para sus vidas y sus sueños. David era un niño normal. Le gustaba jugar con sus amigos, en sus casas, porque Barcelona era tan estimulante como peligrosa con aquella edad.
Con sus juguetes, en casa, inventaba y fantaseaba con historias que le hacían viajar a través de su imaginación. Al llegar el verano, la libertad se asomaba su ventaba para hacerle sonreír. La familia preparaba sus bártulos y su buen humor para viajar hasta el pequeño pero entrañable pueblecito burgalés de Vilviestre del Pinar. Llegaban hasta allí en el viejo tren con asientos de madera carcomida y olor a viejas historias de pasajeros de otros tiempos. Después sería el seiscientos, con sus ritmos toscos y lentos el que les serviría en viajes interminables para llegar hasta aquel lugar. “Eran viajes extenuantes pero maravillosos. Entonces en la entrada del pueblo había unas cochineras. El olor era nauseabundo pero anunciaba que habíamos llegado a nuestro destino. Por eso nunca fue un olor odiado o despreciado, sino que se convirtió en la esencia de uno de los lugares más importantes para mí. Allí podía soñar, jugar, vivir y sentir la auténtica libertad. Aquel era mi mundo. Sin reglas, sin cárceles. Era mi mundo en libertad”.
Víctor Hugo solía decir que aprender a leer es encender un fuego porque cada sílaba que se deletrea es una chispa. Tal vez por eso David comenzó a leer casi al mismo tiempo que empezó a hablar. Su abuelo, que era carpintero, se obsesionó con tener una gran biblioteca en el hogar familiar. Fue así como fue haciéndose con ejemplares de todo tipo y condición buscando que su anchura fuera la perfecta para cubrir los huecos de la estantería. Por lo tanto podía llegar a sus manos un libro de cocina o uno de Dostoievski o the Thomas Mann. “También me influyó mucho mi madre, maestra y poetisa machadiana. Mi hermano además era un fanático de la ciencia ficción en novela y en comic. Leía con igual entusiasmo Los Miserables, La montaña mágica, Yo-robot o cualquier novelita juvenil de la saga de “Los tres investigadores o “Los cinco”. Creo que en él influyó mucho nuestro padre, que fue un muy destacado dibujante de comics.
David pronto sintió el deseo de dejar en libertad sus historias más personales. Porque eran pájaros enjaulados que descubrieron como abrir la puerta de su cárcel. Su padre además pronto les animó a escribir relatos cortos. A cambio les daba una compensación para comprar golosinas, otro de los grandes placeres de la infancia. Con sus relatos, David conseguía notoriedad y atención en la escuela y cierta fama y reputación con las chicas. No le quedaba otro remedio porque el fútbol nunca se le dio bien. “Me fascinaba John Steinbeck o George Orwell. Eran genios tanto en el fondo como en la forma. Luego fui explorando el neorrealismo italiano de De Sica o el cine español de Berlanga y Azcona. Mis referentes en teatro fueron muy tardios”.
En Matrix Morfeo le dice a Neo: “Yo sólo puedo mostrarte la puerta. Tu eres quien tiene que atravesarla”. Y es que David también comenzó a disfrutar del mundo de las historias en imágenes que le podía ofrecer el cine. Un universo mágico que le permitía soñar y viajar a otros lugares y a otros momentos sin necesidad de moverse del sillón. “Mi primera peli fue 2001 Odisea en el Espacio en el cine Forum con mi padre y con mi hermano. Observé la pasión que la gente sentía por el séptimo arte y me empecé a interesar y obsesionar por el cine porque siempre generaba un debate posterior.
Con la adolescencia llegó la rebeldía. David comenzó a cuestionarse todo lo aprendido. Quería encontrar su voz. Fue un mal estudiante. Su madre ejerció de maestra en el instituto y eso no le ayudó. El caos era el desayuno de cada día. David tiró por la alcantarilla primer de BUP. Solo aprobó religión y porque no hacían exámenes. Sus padres le apuntaron a clases de matemáticas pero él prefería pulirse el dinero en el cine. “Veía de todo. Era un loco del cine. Pero al dejar de estudiar había que currar. Comienzo así a trabajar en construcción naval en el puerto de Barcelona. Después, decido ir a vivir a Mallorca. Allí comparto piso, deudas y vida con varios amigos. Limpiábamos bosques con horarios insufribles y jornadas agotadoras. Por eso seguía buscando la libertad en el cine fórum de Mallorca. Allí editaban por entonces “Temps Moderns”, una revista cinematográfica. Así, un día, movido por mi pasión por el ajedrez decido escribir un articulo sobre su influencia en el cine. Al director le encantó. Comenzó a pagarme 5000 pesetas por artículos mensuales y por primera vez entendí como podía ganarme la vida”.
Son las pasiones las que cambian el mundo de los hombres. Por eso regresa a Barcelona para estudiar cine. En 1999 gana con “Baldosas” el premio Marqués de Bradomín. Comienza a ser conocido y también respetado. En 2002 se hace con el premio Hermanos Machado con su obra “Almacenados”. Con ella hace una gira por toda España con su gran protagonista, José Sacristán. En 2006 estrena Siglo XX que está en los cielos. Un bombazo dirigido por Blanca Portillo. Como guionista en 2014 consigue el Premio del Público de la Seminci con “En el último trago”. Obra que también obtuvo el Premio de la Audiencia al mejor Largometraje mexicano en el Festival Internacional de Monterrey. “Al principio sentía vergüenza. Me veía como un intruso. Pero ahora puedo decir que me siento muy cómodo con la carrera emprendida. Me hizo mucha ilusión el Ariel que gané pro el mejor guión adaptado con “Almacenados”. Un honor inmenso que comparto con Luis Buñuel y Luis Alcoriza, quienes recibieron en 1951 por su película “Los Olvidados”.
David trabaja sus historias como un arquitecto construyendo un Palacio. Las imágenes, los sonidos, los diálogos y las escenas se superponen magistralmente para dar a luz al más bonito de los edificios. Son piezas de un puzle complejo que se van entrelazando con paciencia y maestría. Trata la piel de la tragedia con una crema sutil de comedia. Deja que el espectador piense y reflexione siempre buscando un debate. Porque el espectador debe ante todo disfrutar y ser feliz.
Con 27 años en su vida de desata una tormenta. Volviendo de regreso a Barcelona desde Vilviestre se le duermen un brazo y una pierna. Aterrorizado, David pasa así varios días. El médico cree que puede ser una depresión y le recomienda visitar a un psiquiatra. Sin embargo, un familiar le recomienda acudir a Neurología. Esclerosis Múltiple. Un jarro de agua muy fría. “Aprendes a vivir de otra manera. Afortunadamente la evolución ha sido lenta. Ahora tengo un bastón, una scooter para minusválidos y la misma energía, vitalidad y ganas de vivir que tenía cuando era un niño”. Y es que el guion más complicado de vivir es el de la propia vida. Un recorrido tortuoso que siempre realizamos por caminos de piedra con muy poca luz. Tal vez por eso el éxito personal sea simplemente vivir. “Porque siempre necesito creer que algo extraordinario es posible” (Jennifer Lynn Connelly- Una mente maravillosa).